Imagino que en más de una ocasión Violeta Chamorro pensó que había nacido en el lugar y en el momento equivocados. Sus años de juventud en Nicaragua estuvieron marcados por la dictadura de Anastasio Somoza, que comenzó en 1937 y continuó con gobiernos presididos por dos de sus hijos hasta 1979. Desde entonces, el país centroamericano ha estado dominado por Daniel Ortega, excepto el periodo en el que ella fue presidenta, entre 1990 y 1997. Antes y después de su mandato, los regímenes que prometían luchar por el bien común y proteger a los más desfavorecidos se convirtieron en cleptocracias dirigidas por hombres sin escrúpulos.
Violeta Barrios, fallecida el pasado sábado a los 95 años en Costa Rica, se casó muy joven con Pedro Joaquín Chamorro, que desde las páginas del diario La Prensa fue un crítico implacable del régimen somocista. El asesinato de Chamorro en 1978 pretendió silenciar a quienes se oponían a un sistema corrupto, pero causó el efecto contrario: produjo un levantamiento popular que aceleró el final de la dictadura. Violeta quiso continuar el legado de su marido, primero desde el periódico y más tarde en el ámbito político.
En 1998, cuando recogió el Premio Brajnovic de la Comunicación de la Universidad de Navarra, hablamos mucho de Nicaragua. No recuerdo una crítica suya referida a quienes le habían hecho sufrir tanto. Tampoco le escuché quejarse de quienes habían sembrado el rencor y la violencia en su país. Era una mujer valiente, esperanzada y agradecida.
Violeta Chamorro experimentó a lo largo de su vida las consecuencias desastrosas de dos delirios extremadamente tóxicos que siguen siendo actuales: la utopía totalitaria, que pretende alcanzar la justicia sin libertad, y la utopía relativista, que intenta conseguir la libertad prescindiendo de la verdad. Siempre consideró que la acción política requería altura de miras; y defendió que la prensa libre y responsable actúa como escudo protector de los ciudadanos porque evita el abuso de poder de los gobernantes.
La familia de Violeta Chamorro no fue ajena al clima de polarización que había generado la dictadura de Somoza y que después acentuó la revolución sandinista. Sus cuatro hijos tenían posiciones ideológicas muy diferentes. Para evitar que esas opiniones a veces antagónicas ocasionaran enemistades entre los hermanos, los domingos doña Violeta organizaba en su casa una comida familiar con una regla estricta: para evitar las discusiones acaloradas estaba prohibido hablar de política.
Al acabar su visita, durante la espera en el aeropuerto de Pamplona, un señor de mediana edad se acercó, le dio un sobre con unos billetes y le dijo: “No tengo mucho dinero, pero ustedes están peor y han sufrido un terremoto hace poco; utilice esta ayuda como le parezca”. El desconocido se alejó y Violeta Chamorro, todavía algo desconcertada, exclamó: “Con personas así, es posible creer en un mundo mejor”.
La expresidenta de Nicaragua estuvo al frente de un Gobierno de reconciliación nacional, impulsó la libertad de prensa y nunca se dejó vencer por el rencor y la amargura. Falleció en el exilio, añorando a su amada patria. Pero aún falta por escribir el último capítulo de su vida: el traslado de sus restos mortales a una Nicaragua libre.
Alfonso Sánchez-Tabernero es profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.