El puente Juan Pablo II, entre la ciudad alemana de Görlitz y la polaca de Zgorzelec, es desde hace unos días el escenario de un desconcertante pulso entre dos vecinos y aliados de la Unión Europea.
El aumento de los controles fronterizos a ambos lados para frenar la inmigración tiene mucho de simulacro. Pero hace aflorar recelos profundos entre Alemania y Polonia, y pone en jaque la idea misma de una Europa sin fronteras internas.
En el extremo oriental del centenar de metros de puente, cuatro soldados polacos vigilan los vehículos que cruzan la frontera desde Alemania. Al otro extremo, tres policías alemanes hacen lo mismo con los que llegaban desde Polonia.
El viernes, los coches avanzaban a unos 15 kilómetros por hora y, de vez en cuando, los soldados polacos hacían parar a uno y se aseguraban de quiénes viajaban dentro. Los alemanes, en el tiempo que EL PAÍS pasó en el puente, no pararon a ninguno. En ningún momento se vio que ni unos ni otros encontrasen a nadie tratando de transportar a un inmigrante.
Al final del puente, cerca de una placa dedicada al Papa polaco, una pancarta dice: “Stop inmigración”. La ha colocado el llamado Movimiento para la defensa de las fronteras, un grupo que decidió actuar por su cuenta para impedir la devolución de inmigrantes sin papeles desde Alemania a Polonia.
“Esto ya no es tan tranquilo ni idílico, ahora”, constataba en la orilla izquierda, la occidental, Jakub Wolinski, un polaco de 37 años que vive y trabaja en el lado alemán como analista de datos en una gran empresa. Wolinski cruza a diario a Polonia para visitar a sus padres o llevar a sus hijas a actividades extraescolares. Antes lo hacía a veces en coche; ahora solo a pie o en bici, para evitar el engorro de los controles y la pérdida de tiempo.
“Lamentablemente”, dice, “alguien pensó que sería una buena idea poner check-points, puntos de control, como en la Guerra Fría o en una zona ocupada”.
Supuesta crisis migratoria
Ese alguien son los gobiernos de Alemania, primero, y, desde el lunes, el de Polonia. Ambos han desplegado a sus fuerzas de seguridad en los cerca de 500 kilómetros de frontera ante una supuesta crisis por la afluencia de inmigrantes. Los alemanes vigilan que no vengan desde Polonia; los polacos, que los alemanes no los devuelvan. Se trata, a un lado y otro, de sacar músculo, de mostrar firmeza en un momento en el que la extrema derecha empuja a los políticos de centroderecha que gobiernan en ambos países a endurecer las políticas de inmigración.
Para qué sirve todo esto, ni cuánto durará, nadie lo tiene muy claro. Puede haber un efecto disuasorio: los traficantes saben que se encontrarán con estos controles y eligen rutas alternativas o esperan a que se reduzca la vigilancia. Según la policía alemana —y según la observación no científica en Görlitz— el impacto en el número de inmigrantes rechazados es reducido.
“Tener la frontera había sido, durante 20 años, una ventaja”, dice Wolinski. Lo era, al menos, desde la entrada de Polonia en el espacio Schengen, en 2007, cuando la frontera la conectaba: no separaba. Ahora, como en tantos periodos de la historia, de nuevo separa. El pasado otoño, este hombre que ha vivido en varios países de Europa, presentó una demanda ante un tribunal de Dresde contra los controles fronterizos alemanes. “Ahora la frontera es una desventaja competitiva”.
Aunque fue el anterior canciller alemán, el socialdemócrata Olaf Scholz, quien puso en marcha los controles, su sucesor, el democristiano Friedrich Merz, autorizó tras su investidura, el 6 de mayo, el rechazo de demandantes de asilo en la frontera. Después fue el primer ministro polaco, el liberal-conservador Donald Tusk, quien replicó a Merz imponiendo a su vez controles fronterizos.
El resultado es doble. Tensión entre vecinos de una Unión Europea cuyo centro de gravedad se desplaza al Este, y con una historia traumática marcada por los crímenes de la Alemania nazi en Polonia. Y Schengen, el espacio de libre circulación de personas, debilitado.
Desconfianza y poca comunicación
“Hay mucha desconfianza, poca comunicación y poca disposición a trabajar en soluciones conjuntas”, dice desde Varsovia Joanna Maria Stolarek, especialista en relaciones germano-polacas en la Fundación Heinrich Böll. Stolarek señala que los controles en las fronteras afectan no solo a los trabajadores transfronterizos y a los camiones que sufren los atascos. “Es un daño, también, para la imagen de Europa. Esta región fronteriza, que creció conjuntamente, se encuentra como en los años noventa. No será sencillo repararlo”.
Lo llamativo es que sean precisamente estos dos jefes de Gobierno, Merz y Tusk, los protagonistas del choque. “Ambos son europeístas y lo dicen, pero se dejan condicionar por la política interna de sus países”, explica Stolarek. “Tienen miedo: Merz de AfD [el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania] y Tusk del PiS [el partido nacionalista y ultraconservador, Ley y Justicia] y aún más de Confederación, el partido de extrema derecha. Piensan en las próximas elecciones. Ven que deben ofrecer resultados ante las crisis actuales, demostrar que hacen algo. El problema es que, aunque piensen en modo europeo, no actúan en modo europeo”.
“Habría sido un momento ideal para que Merz y Tusk cooperasen”, explica Jedrzej Bielecki, periodista del diario Rzeczpospolita y coautor, junto al diplomático alemán Arndt Freytag von Loringhoven, del libro No estamos construyendo ningún IV Reich (no traducido al castellano). “Podrían haber sido un tándem para reconstruir la defensa europea”, reflexiona. Se daban las condiciones para que la relación mejorase tras años de malentendidos. No solo eso: para que Berlín y Varsovia fuesen un motor Europa. Pueden serlo, pero lo sucedido estos días demuestra que no será tan fácil. ¿El motivo? “El populismo en Polonia y la incomprensión en Alemania”, dice Bielecki.
La derecha nacionalista polaca, que gobernó entre 2015 y 2023 y en junio venció en las elecciones presidenciales, agita el sentimiento antialemán. Paseando por el puente con Hajo Exner, dirigente de AfD en Görlitz, este expresa poca simpatía por los partidos en teoría de su misma órbita en Polonia: “Ellos son nacionalistas, y yo no me veo como nacionalista, sino como patriota”.
Los sucesivos gobiernos alemanes, de Angela Merkel a Scholz, tampoco ayudaron. La alianza con Rusia para construir el gasoducto NordStream se comparó en Polonia con el pacto germano-soviético al inicio de la II Guerra Mundial: Berlín y Moscú poniéndose de acuerdo a espaldas de Varsovia. Cuando Alemania finalmente ha asumido como propio el diagnóstico polaco sobre la amenaza de Rusia, tampoco ha gustado a todos, y la derecha en Polonia alerta sobre el peligro de una Alemania militarmente robusta.
El puente sobre el río Neisse entre Görlitz y Zgorzelec es un símbolo a la vez de la desconfianza y el entendimiento. Ambas ciudades fueron una sola —y alemana— hasta 1945. Después se estableció la frontera germano-polaca en el Neisse y la ciudad quedó partida en dos. En 2004, tras el fin de la Guerra Fría y la reunificación de las dos Alemanias (Görlitz se hallaba en la oriental), Polonia entró en la UE. Europa se reunificó, y Görlitz y Zgorzelec también. El puente unía. Ahora vuelve a dividir.
“Lo que estamos viendo es un nuevo intento de usar sentimientos y traumas antialemanes, muy presentes en la sociedad polaca como herencia de la II Guerra Mundial”, dice el historiador Pawel Machcewicz. “Lo que es relativamente nuevo es la combinación de sentimientos antialemanes y miedo a la inmigración”.
Legalmente, la cuestión de las reparaciones, que el anterior Gobierno, del PiS, seguía exigiendo, es un caso cerrado. Pero en Polonia muchos, y no solo en la derecha, esperan una mayor sensibilidad, algún gesto de Berlín. “Probablemente”; dice Machcewicz, “el Gobierno alemán debería crear un fondo para compensar a los supervivientes que sufrieron la persecución por parte de la Alemania nazi. Son unos miles”.
El tráfico en el puente Juan Pablo II es lento, pero fluido este viernes, los policías y soldados parecen aburridos durante buena parte de la jornada, y no hay rastro de los atascos que se han registrado en otros pasos cono el de Fráncfort del Oder, más cerca de Berlín.
“Hay demasiados ilegales. Vienen del sur. ¿Quiénes son? No los necesitamos”, dice, mientras espera el autobús en el lado polaco, una alemana que ha venido a comprar tabaco, más barato aquí. “Soy una fumadora empedernida.” No quiere dar su nombre.
“Hay que decir que la mayoría de la población deseaba estos controles fronterizos para reducir la inmigración ilegal”, argumenta Octavian Ursu, alcalde democristiano de Görlitz y él mismo, por su biografía, un auténtico ciudadano europeo: nacido en Rumania, músico de profesión, en Alemania desde principios de los años noventa. Ursu observa que estos días los atascos son incómodos, pero puntuales. La situación, asegura, tampoco es “catastrófica”.
“Dicho esto”, precisa, “somos una sola ciudad repartida entre dos países, por eso necesitamos el tráfico abierto. ¿Se imagina usted que en Madrid hubiese una frontera en medio de la ciudad, con controles? Esta es la situación”.