Cuando el viernes ya estaban listos para su despegue los 125 aviones cargados con, entre otros devastadores proyectiles, las 14 bombas de más de 13.000 kilos que Estados Unidos descargó el sábado sobre tres instalaciones nucleares en Irán, Donald Trump se hallaba dedicado a uno de sus pasatiempos predilectos, mezclar lo personal y lo político, en su refugio favorito para el verano: el club de golf del que es propietario en Bedminister (Nueva Jersey).
Jugó unos hoyos, agasajó con una cena para nuevos socios al magnate de inteligencia artificial Sam Altman y, sobre todo, disimuló sus verdaderas intenciones. Para entonces, la decisión llevaba dos días tomada, y la Operación Martillo de Medianoche, en marcha: Estados Unidos estaba a punto de entrar en guerra con Irán. También, de romper, en un gesto de consecuencias aún imprevisibles, con cuatro décadas y media de política de contención con Teherán.
Al día siguiente, las bombas antibúnker GBU-57, caerían sobre las centrales de Fordow, Ishafan y Natanz, y con ellas, las promesas de Trump de no meter a Washington en aventuras bélicas en el extranjero. El presidente estadounidense siguió desde la Sala de Crisis (la famosa Situation Room de las películas) los bombardeos, que horas después definió como un “espectacular éxito”, pese a que aún parece claro que no cumplieron con su objetivo de destruir por completo la capacidad iraní de enriquecimiento de uranio.
Trump vestía una de sus gorras rojas con el famoso lema aislacionista Make America Great Again, como si la decisión tomada desde el miércoles −y que había logrado mantener en secreto− no entrara en directa contradicción con ese ideario que aconseja al país encerrarse en sí mismo para recobrar el espíritu de un Estados Unidos que nadie sabe definir bien cuándo ni cómo fue grande.
En las fotografías difundidas por la Casa Blanca este lunes, a Trump lo acompañan, entre otros, Susie Wiles, su jefa de Gabinete, el vicepresidente, J. D. Vance, que talló buena parte de su imagen política sobre la oposición a operaciones como la que se estaba desarrollando ante sus ojos, y los secretarios de Defensa, Pete Hegseth, y Estado, Marco Rubio. Las caras de preocupación y la coreografía de esas imágenes remiten a otro momento trascendental de la turbulenta historia de Estados Unidos en un Oriente Próximo convertido una vez más en un avispero: el asesinato en Pakistán de Osama Bin Laden cuando Barack Obama era comandante en jefe.
Los principales medios estadounidenses han reconstruido en las últimas horas qué y cómo llevo a Trump a ordenar una operación militar sin precedentes que ha disparado la tensión mundial; salvo por el asesinato con drones del general Qasem Soleimani ordenado por el republicano en 2020, hay que remontarse hasta 1979, en los albores de la revolución islámica, para dar con una intervención directa estadounidense en Irán. De esas reconstrucciones se nutre este relato de secretos, señuelos militares y otras maniobras de distracción, intentos desesperados por influir en el ánimo presidencial y una buena ración de caos.
Cuando el jueves Trump comunicó al mundo que tomaría en “dos semanas” una decisión sobre si sumar al país a la ofensiva de Israel lanzada el 13 de junio sobre el pretexto de que Irán está cerca de obtener la bomba atómica, lo hizo de un modo poco común para alguien acostumbrado a relacionarse con la opinión pública sin más intermediarios que la red social de la que es dueño, Truth. Fue la portavoz de la Casa Banca, Karoline Leavitt, la encargada de leer a la prensa un “mensaje directo del presidente”. “Dado el hecho de que hay una oportunidad para negociaciones sustanciales con Irán, que pueden ocurrir o no en el futuro próximo, tomaré la decisión sobre si atacar o no en las próximas dos semanas”, decía ese mensaje.
Solo fue una cortina de humo. Trump, que dio en abril un ultimátum de 60 días a Irán para alcanzar un acuerdo nuclear, ya estaba convencido a esas alturas de la semana de sus planes bélicos, que, si bien, según desveló el Pentágono del domingo, se fueron fraguando durante los últimos dos meses, solo conocían un puñado de colaboradores cercanos, y ninguno de ellos estaba completamente seguro de que Trump no fuera a echarse atrás en el último minuto. Finalmente, la orden de atacar la daría unas 30 horas después.
Aquel anuncio, que fue interpretado como una última oportunidad para la diplomacia, acabó siendo una eficaz maniobra para despistar al enemigo. Y no la única: horas antes del ataque, un grupo de bombarderos B-2 se dirigieron hacia el Pacífico como gigantescos señuelos; se dio por hecho que esas aeronaves, las únicas capaces de cargar las bombas antibúnker efectivas para la alcanzar la profundidad de 80 metros en la que están enterradas las instalaciones de Fordow bajo las montañas al sur de Teherán, se dirigían a la base militar en la isla de Diego García, en el océano Índico. Al rato, salieron −desde una base de Missouri, en el centro de Estados Unidos, e inadvertidos para los radares iraníes− los aviones que el sábado por la noche darían un manotazo al tablero geopolítico global.
Ese jueves, Trump almorzó con Steve Bannon, ideólogo MAGA que trabajó en la campaña que llevó a la estrella de la telerrealidad a su primer triunfo electoral en 2016 y después colaboró como estratega en los primeros compases de su primera presidencia. Bannon es, junto al locutor ultra Tucker Carlson, la voz que más alto ha hablado estos días contra una intervención militar en Oriente Próximo y en favor de honrar el ideario America First (Estados Unidos primero).
En el Washington de Trump corre una broma con tintes de verdad de que el presidente toma sus decisiones en función de quién haya hablado con él durante los cinco minutos anteriores. Pero esta vez, el presidente contradijo su fama voluble.
No está claro si convocó a Bannon como otra estrategia de distracción, pero lo cierto es que esa comida se interpretó como una señal de que estaba dispuesto a escuchar a la facción aislacionista del movimiento MAGA, que, mientras se iba haciendo evidente que el líder atacaría Irán, fue atemperando su discurso. En resumen: transigen con un ataque quirúrgico como el que la Casa Blanca defiende que lanzó el sábado, pero se oponen a una guerra que busque derrocar a los ayatolás, idea con la que Trump pareció simpatizar el domingo, en un mensaje en Truth. En él, decía que si sus dirigentes no son capaces de “HACER GRANDE A IRÁN DE NUEVO, ¿¿¿por qué no debería haber un cambio de régimen???”
Mientras el ala más radical del trumpismo se dedicaba al deporte del contorsionismo intelectual, un arte que conviene dominar cerca de Trump, se celebraron reuniones de estrategia militar a diario en la Casa Blanca. Altos mandos del Pentágono pasaron la semana preocupados, según cuenta The New York Times, por si la particular relación con la comunicación política de su comandante en jefe acabaría poniendo en peligro la operación, al dar demasiadas pistas al régimen iraní con mensajes poco sutiles, como ese con el que sugirió el lunes en Truth que “todo el mundo debería evacuar Teherán”.
Fueron esos militares de alta de graduación los que, dice la CNN, convencieron a Trump de que un ataque capaz de destruir esas centrales fuertemente fortificadas era posible. También, de que si este se hacía con precisión no tendría por qué significar el inicio de una guerra larga y desastrosa para la imagen política del presidente.
El “éxito” israelí
Pese a que la decisión del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu de lanzar el 13 de junio su ataque contra Irán, el primero de un toma y daca que continúa 11 días después, fue recibida a los pocos minutos con un mensaje de Rubio que parecía tomar distancia con el gesto de escalada en la región, Trump se convenció rápido sobre el “éxito” de esa operación. En privado, según el Times, empezó también a maravillarse de la potencia de las bombas que el aliado israelí le estaba pidiendo que lanzara; las únicas capaces de llegar tan hondo como para destruir las centrifugadoras de uranio de Fordow.
Al principio de la semana pasada, la intervención se fue haciendo inevitable entre los asesores de Trump. La orden de atacar la dio finalmente a las 17:00 del viernes, mientras estaba en su club de golf, antes de la cena con Altman. Treinta horas después, Trump estaba de vuelta en la Casa Blanca, dirigiéndose al mundo desde el Salón Oriental, flanqueado por Vance, Hegseth y Rubio. En su discurso, uno de los más cortos que se le recuerdan, de poco más de tres minutos, Trump cantó victoria antes de tiempo, como acostumbra. Dijo, en una frase que engordó inmediatamente la antología de sus declaraciones históricas, que las tres bases iraníes habían acabado “completa y totalmente destruidas”.
El domingo quedó probado que no fue así. Han sufrido “daños severos”, pero nada indica que el problema nuclear que Trump e Israel tienen con Irán haya quedado resuelto. Mientras el mundo espera la respuesta de Teherán, tampoco está claro qué traerá para Oriente Próximo y los mercados del gas y del petróleo, para Estados Unidos y el futuro político del republicano, así como para un mundo en guerra la decisión de atacar al viejo enemigo que Trump supo por esta vez mantener en secreto.