Cae la noche y llega la hora de efectuar las rotaciones de militares o las tareas de abastecimiento. Al igual que en otros frentes, los drones rusos tratan de imponer su ley en torno al disputado distrito de Kupiansk (región nororiental de Járkov). La oscuridad dificulta más la actividad de estos aparatos, aunque no la impide del todo. Ambos ejércitos compiten por imponerse en este sector del armamento aéreo no tripulado, una de las claves en el devenir de la contienda. El todoterreno militar ucranio en el que es trasladado a una de esas posiciones el reportero de EL PAÍS junto a su intérprete avanza de madrugada. Lo hace a muy baja velocidad por los baches, el barro y la escasa visibilidad. Algunos tramos, entre hileras de árboles, transcurren cubiertos por redes o un entramado de cables. Conforman una especie de túnel para tratar de frenar el impacto de los drones sobre los vehículos. Un pequeño dispositivo que lleva el copiloto en la mano capta frecuencias y controla la presencia del enemigo en el cielo. Advierte del peligro, pero no lo elimina.
Al alba, el coche llega a su destino, una casa de un pueblo donde ya no quedan vecinos. Desde un zulo bajo tierra, cuatro soldados de la unidad Aquiles preparan y lanzan drones para frenar el avance de las tropas del Kremlin. Solo 15 horas después, la posición es descubierta y ha de ser desmantelada. La operación también tiene lugar de madrugada, en medio de escenas de tensión ante la amenaza de un posible ataque sobre el camión que evacúa a soldados, informadores y cientos de kilos de material, incluidas las bombas.
Járkov es una de las regiones ocupadas en parte por los rusos durante la gran invasión lanzada en febrero de 2022. Pero, a diferencia del resto de territorios ucranios como las regiones de Lugansk, Donetsk, Zaporiyia, Jersón o la península de Crimea, el Kremlin no reclama como propia Járkov. En el resto, el presidente Vladímir Putin se atrevió incluso a organizar referendos ilegales de anexión cuyo resultado manipulado le sirvió para declararlos como territorio ruso. Nadie reconoce validez legal a esa maniobra, pero el plan de paz filtrado a los medios que prevé Washington, Crimea quedaría de iure bajo bandera rusa y las otras cuatro regiones lo harían de facto. Solo las zonas ocupadas de Járkov deberían ser evacuadas por las tropas invasoras.
En todo caso, estas disquisiciones diplomáticas en torno a intercambios territoriales no alteran la forma en la que los miembros de Aquiles (429 Regimiento de Sistemas no Tripulados) desempeñan su estrategia de combate. Yurii Fedorenko, máximo responsable del regimiento, asegura que los rusos no han conseguido avanzar estos días posiciones en Járkov y se mantienen al este del río Oskil, según declaraciones a medios locales esta semana. La divisoria entre ambos ejércitos apenas se ha alterado en meses, pero esa inmovilidad juega a favor de Moscú, que rehúye el alto el fuego y prefiere continuar la guerra.
“Lo importante es que la misión se pueda seguir llevando a cabo, aunque sea desde otro emplazamiento”, sostiene tras transmitir a sus hombres la orden de desalojo del puesto Manul (nombre de guerra), de 39 años y responsable de los cuatro. Lo militares de Aquiles se encuentran desplegados en decenas de puntos del frente de Járkov y están acostumbrados a este baile; de hecho, Manul ha cambiado 16 veces de posición en el último año. La rutina del tira y afloja con los rusos, se mantiene. El jefe de la misión no ve con optimismo los movimientos para facilitar una tregua. Es más, en los presidentes de Rusia y Estados Unidos, Vladímir Putin y Donald Trump, apenas percibe un agente de KGB y un hombre de negocios conchabados para quedarse con territorio y recursos ucranios.
Según se despereza el día, desaparecen la niebla y la leve lluvia que impiden el trabajo de los pequeños drones FPV (siglas en inglés de First Person View, por la cámara que llevan y permite visión remota). Todos los aparatos que emplean son del tipo kamikaze, es decir, llevan una bomba adosada que estalla al impactar en el objetivo. “Van, pero nunca vuelven”, explica con sorna uno de los uniformados. Sobre las siete de la mañana, reciben desde el mando central la orden para empezar a golpear líneas enemigas. Son los drones de reconocimiento los que señalan los puntos a atacar. Esas coordenadas son transmitidas a Manul, que supervisa la navegación a través de la pantalla sentado junto a su compañero Red, de 29 años, un piloto que trabaja equipado con unas gafas que le dan un aire de videojugador.
“Si vemos un tanque ruso no podemos atacar hasta que no nos lo ordenen”, señala el jefe de la misión. Los objetivos más comunes son vehículos, camiones tipo Ural, centros logísticos, casas, almacenes… Recuerda, el día en el que, tras afilar la mirada en la pantalla y acercar el dron al lugar sospechoso, comprobaron que lo que pensaban que eran tres soldados rusos no lo eran. Estuvieron a punto de hacer saltar por los aires tres vacas. En la zona a la que atacan, todavía quedan algunos civiles entre tropas invasoras. Las viviendas en las que los jardines y los huertos siguen cuidados indican que es muy probable que los que la habitan sean vecinos, explica Manul. Por seguridad, a lo largo de este reportaje no se detallan las localidades en las que se desarrolla la misión a uno y otro lado de la línea del frente.
El agujero bajo unos tres metros de tierra desde el que operan y que les sirve de base desde hace varias semanas tiene unos 15 metros cuadrados. Aseguran que es mucho más amplio y confortable que otros en los que han permanecido antes desplegados. Este está reforzado con varias vigas hechas de troncos, aunque no resistiría muchas de las bombas que los rusos emplean. Una parte importante del lugar la ocupan tres literas hechas de esa misma madera que las vigas y donde se duerme o se pasan los ratos muertos sobre delgadas colchonetas de acampada ayudados por bebidas energéticas. Un escritorio donde el navegador y el piloto trabajan sin apenas espacio y otra pequeña mesita donde van comiendo uno a uno con ayuda de un camping gas completan el mobiliario junto a una vieja estufa de leña inservible y sirve de improvisado aparador. Comparten comida y espacio con ellos seis gatos que suben y bajan desde afuera sin la preocupación de ser localizados. Delante de la puerta que da acceso desde el jardín de la casa a la escalera de bajada al sótano, un panel de Starlink, una de las compañías del estadounidense Elon Musk, ofrece la conexión vía wifi con el exterior.
Junto a Manul y Red completan el equipo Darham, de 33 años, y responsable de cargar los drones y Prizrak (fantasma en ucranio), de 30 años y encargado de pilotar el dron que amplía la señal a los FPV para que operen con más garantías en el frente, hasta una distancia de 20 o 25 kilómetros. Darham emplea el garaje de la vivienda como taller donde instala la batería y la carga explosiva a los aparatos antes de colocarlos en el suelo y que despeguen. “Me volvería loco si pensara todo el tiempo que me van a estallar a mí”, aclara mientras instala una de ellas. En todo caso, la vida al aire libre está reducida al máximo para evitar ser localizados por los drones de reconocimiento rusos. Por eso las rotaciones, que tienen lugar cada tres días, son el momento más delicado y se llevan a cabo con nocturnidad.
Rusia sabe que los efectivos de Aquiles operan en esta zona y que están considerados de los mejores en el manejo de drones de combate, por eso ellos también lo tienen que tener en cuenta a la hora de llevar a cabo sus movimientos en la zona del frente. Darham explica que los días que más éxito tiene son cuando son ubicados en posiciones nuevas y sorprenden al enemigo. En esta vivienda llevan desde febrero y los rusos no solo les han tomado la medida, sino que en estas horas han acabado por localizarlos.
Informa de ello a Manul un comandante desde el centro de mando al tiempo que advierte de la presencia en la zona de un dron de reconocimiento ruso modelo Zala. “La prioridad es salvar nuestras vidas”, defiende el responsable de la posición tras recibir la orden de desmantelarla. Durante varias horas desmontan todo el operativo mientras esperan a que un camión del ejército pueda llegar a la posición. Pasan varias horas hasta que lo consiguen. Un zumbido en medio de la noche se cierne de repente en medio de la operación de carga. “¡FPV, FPV, FPV!”, grita uno de los soldados. El grupo se dispersa a la carrera en medio de la negritud. Algunos se meten debajo de los árboles. Otros se lanzan al suelo. Las cajas que contienen las bombas se encuentran a medio cargar… un goloso objetivo para los rusos que, finalmente, no atacan. El vehículo emprende la huida del lugar. Pese a las reticencias de los cuatro militares del puesto, los seis gatos, tres de ellas hembras preñadas, se quedan atrás como únicos habitantes de la posición abandonada.