Una madre siempre quiere lo mejor para un hijo, y doña Maria Tadini, sentada el jueves por la tarde en su sofá de flores, rezaba en silencio por el cardenal Pierbattista Pizzaballa, fraile franciscano, patriarca latino de Jerusalén y uno de los candidatos italianos a suceder al papa Francisco. En el televisor del salón ya había visto la fumata blanca y ahora estaba a la espera de que se abriera el balcón y apareciera el nuevo pontífice. ¿Sería su hijo? El piso había sido invadido por las cámaras de varias televisiones que recogieron en directo la reacción de doña Maria cuando vio que el elegido no era su Pierbattista.
“¡Menos mal!”, exclamó la señora con un gesto de alegría que confirmaba la verdad de sus palabras. “Estoy contenta, así puede seguir viniendo de vez en cuando a que le cocine un plato de polenta”.
De un tiempo a esta parte, en Italia se viven así los cónclaves. “Como si fueran un talent show”, explica el presentador televisivo Diego Bianchi, “con memes, bromas, como si se tratara de las apuestas que se hacen cada año en el mercado de fichajes: que si el filipino tiene buena técnica, pero es un poco lento, que si el guineano… Antes hubiera parecido un sacrilegio”. Del espectáculo se han contagiado los medios internacionales, y ―desde el miércoles por la noche al jueves por la tarde― 6.000 periodistas de 90 países permanecieron atentos a una chimenea junto a la que de vez en cuando se posaba una gaviota, a veces dos. La imagen resultaba chocante ―la de los periodistas, porque la de la chimenea y las gaviotas llevan así siglos—, pero a la vez constituía una universal cura de humildad: toda la tecnología más moderna, incluyendo los satélites y la inteligencia artificial, no tenían nada que hacer frente a 133 cardenales quemando papeletas en una estufa y tomándose su tiempo hasta revestir de blanco al elegido y exhibirlo en un balcón. Nada de exclusivas: Roma —o sea, un romano cualquiera de pie en medio de la plaza de San Pedro— tenía derecho a la primicia al mismo tiempo que la CNN.
En la capital de Italia, la elección de un pontífice es algo muy serio, muy íntimo, incluso muy familiar; también algo mágico. El papa, cualquier papa, antes que papa es obispo de Roma; y la Iglesia, antes que universal, es católica, apostólica y… romana. Los funcionarios del Estado vaticano son, sobre todo, romanos, y todo esto —más un pasado histórico conflictivo entre los pontífices y Roma—constituye un magma que fuera de aquí es difícil de comprender. El humorista Maurizio Crozza dijo en una ocasión que Roma era la única ciudad del mundo capital de dos Estados: “Uno cree en Dios y está siempre a la espera de un milagro; el otro es el Vaticano”. La broma no lo es tanto.
El romano —creyente o ateo, de izquierdas, de derechas o mediopensionista—mira las cosas con distancia y un punto de descreimiento; puede ser bravo, incluso pendenciero, pero se derrumba ante la belleza o la sonrisa de un niño. Y, en cuestión de religión, es más fácil ganárselo con el corazón que con una catequesis. “Con Jorge Mario Bergoglio, el flechazo fue instantáneo”, explica Angelo di Mario, que tiene una pequeña empresa de transporte. “Nos ganó cuando dijo aquel sencillo ‘buona sera’ al salir al balcón, y ese aspecto de ser de aquí de toda la vida, de gustarle las bromas, incluso de meter la pata de vez en cuando; pero este Prevost… necesitará su tiempo. Le voy a decir una cosa: la gente que lo vio desde la plaza se quedó un poco fría, pero quienes lo vimos por televisión notamos en su cara un poco de emoción, y eso gusta. Habrá que darle tiempo. A fin de cuentas, un papa lo que tiene que hacer es transmitir bondad, dar una imagen de paz, de confianza, y ya luego el que tenga fe, pues mejor para él”.
Tiziana Piccone vive desde hace 20 años en el Borgo Pío, el barrio anexo al Vaticano. Dice que es atea convencida, pero que el jueves por la tarde salió del gimnasio y se acercó a Via della Conciliazione, la gran avenida que une el puente sobre el Tíber con la plaza de San Pedro. Presenció la fumata, también los ríos de gente de todas las edades que acudían corriendo, y dice que de pronto se echó a llorar: “Sí, lloré, porque no entendía que toda aquella gente, tan católica, hubiera olvidado tan pronto a Francisco. Desde que Juan Pablo II se convirtió en un papa mundialmente conocido, este barrio fue decayendo hasta lo que es ahora. Ya no hay comercios tradicionales ni vecinos, sino restaurantes y pisos para los turistas. Nos han ido echando a todos, y ya no vienen por la belleza o por la historia, ni siquiera por la religión, sino para hacerse un selfi mientras caminan en manada detrás de una banderita. Y, por lo menos, si se llevaban el mensaje de Francisco, tan pegado a los problemas de la gente, pues todavía merecería la pena, pero ahora qué sé yo…”.
León XIV no lo tendrá fácil, al menos al principio. De forma involuntaria se verá sometido a la comparación con el carisma de Francisco —como Benedicto XVI al de Juan Pablo II—, y a la vez tendrá que remediar los platos rotos del argentino en la gobernanza del Vaticano. El malestar de los funcionarios con Bergoglio fue en aumento en los últimos tiempos, y si Benedicto XVI pecó por no lograr poner orden en un desbarajuste de décadas, Francisco intentó enmendarlo a las bravas, sin encomendarse a nadie, con decisiones arbitrarias.
Dice Roberto Regoli, profesor de historia contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana, que una de las cosas que provocó que Juan Pablo II se convirtiera enseguida en alguien muy querido por los romanos es que visitó todas las parroquias, todos los barrios: “Había una presencia del Papa en la ciudad y de la ciudad en el Papa”. Prevost, que ha vivido aquí muchos años, sabe eso, que tendrá que ganarse a Roma calle a calle antes de conquistar el mundo. Al margen de sus problemas con la curia, Francisco intentó hacer del Vaticano un lugar más solidario con las necesidades del mundo, menos preocupado por sus propios privilegios. No se trataba de convertir a todos en la fe, sino de que los que no la tienen, confíen en los que la tienen. Intentó implicar a la curia en ese ejercicio de tolerancia. La prueba de que no lo consiguió es que no quiso quedarse allí ni muerto. Ayer por la tarde, León XIV se acercó a Santa María la Mayor—una de las cuatro basílicas papales de Roma— y depositó una rosa encima de la tumba de Francisco. A Roma, tan bella y descreída, le gustan esas cosas.