Para alguien que no desee dejarse llevar sin más por todo el revuelo que acompañó primero la muerte del papa Francisco, luego el periodo de sede vacante y finalmente la elección del nuevo papa, resulta muy complicado orientarse. En un primer momento, Bergoglio era una suerte de santo, llorado por todos, y tras él parecía prácticamente imposible imaginar un sucesor digno. Luego asistimos a un precónclave confuso, distinto a los anteriores, con cardenales que ya no era fácil clasificar entre conservadores y progresistas, que ni siquiera se conocían entre sí. Según ciertos reportajes más atrevidos, parecía incluso que se había vuelto a caer en la compraventa de votos a cambio de cargos importantes, maniobras de las que no se oía hablar en términos tan explícitos desde los tiempos del Renacimiento.
En medio de esta confusión, mitigada tan solo por la certeza, como dicen en Roma, de que “a papa muerto, papa puesto”, acabamos de presenciar un auténtico golpe de efecto. La elección ha sido rapidísima e inesperada, no fruto de componendas, sino de reflexiones sensatas y tal vez —¿por qué no?— incluso del Espíritu Santo.
El torrente de noticias sobre la trayectoria biográfica del nuevo papa es muy ilustrativo. Pero quizá lo sea aún más el hecho de que en Santa Marta, después de las comidas, Prevost fuera uno de los pocos cardenales que ayudaba a las monjas a recoger la mesa, y que al mismo tiempo haya optado por vestir los hábitos tradicionales e incluso leer un discurso escrito —señal de la importancia que otorga a la reflexión y la prudencia—, cuando todos recordamos al papa Bergoglio, que rechazaba el guion escrito e improvisaba sus intervenciones.
Tanto es así que cada palabra pronunciada por León XIV suena a nueva y sus frecuentes referencias al Evangelio se perciben como un valor seguro, tras un periodo de doctrina confusa y protagonismo prepotente. Prevost afirma con total claridad que su intención es hacerse pequeño hasta desaparecer, para que únicamente se imponga Jesucristo: una declaración que alimenta la esperanza de un papa humilde, tras la desbordante figura mediática que fue Francisco. ¿Se mantendrá fiel a lo que dejan entrever sus primeros gestos? Parece una persona muy seria, y podemos confiar en que así será, pero a menudo en el pasado reciente hemos visto cómo el papa decía una cosa y hacía otra distinta, por lo que nos hemos vuelto un tanto escépticos con las palabras.
Así pues, ciñámonos a los hechos, empezando por la elección del nombre: León, uno de los nombres más antiguos de la tradición papal, en el fondo también un acto de modestia. Como si dijera: seré un sucesor de Pedro entre muchos, no el que implante una nueva concepción del papado.
Pero a lo mejor Prevost, al elegir este nombre, no tan solo hacía alusión, como ha comentado casi medio mundo, a la sensibilidad por las cuestiones sociales de León XIII —por otro lado, un pontífice especialmente atento también a las misiones—, sino a León I el Magno. Es decir, al papa que logró detener la invasión de Atila con la simple fuerza de la oración y su autoridad moral, desarmado. La referencia al antiguo papa parece corroborarse, no tan solo por las repetidas invocaciones a la paz que escuchamos en su primer discurso, sino ante todo por el hecho de que esas invocaciones hayan sido “elevadas”; en otras palabras, por encima de bandos enfrentados y tensiones actuales. En boca de un papa que promete exhortar a los contendientes a la paz con tan solo la fuerza de su llamamiento moral y espiritual, sin interferir con sus juicios personales en la actualidad política. De esta forma —nos atrevemos a pensar— puede que más gente las escuche.