La Comisión Europea de Ursula von der Leyen se ha convertido en el red bull de Donald Trump y, de paso, de sus aliados de extrema derecha fuera de Estados Unidos, en particular, en la Unión Europea. La reiterada sumisión de Bruselas, por activa o por pasiva, a las barrabasadas del presidente estadounidense está dando alas a unas formaciones populistas, ultras o euroescépticas que se sienten reivindicadas por el silencio o la complicidad de la UE ante la ruptura del orden internacional desencadenada por Washington.
La claudicación de Bruselas ante el presidente de EE UU, visibilizada por enésima vez en el pacto arancelario del pasado fin de semana en Escocia, se presta a ser utilizada para validar, legitimar y dar credibilidad a las tesis de un magnate que defiende el regreso a un mundo de ayer dominado por la ley del más fuerte, el proteccionismo económico ventajista y la xenofobia disfrazada de política migratoria.
Y los aliados de Trump en Europa, desde los primeros ministros de Hungría e Italia, Viktor Orbán y Giorgia Meloni, a líderes en la oposición como la alemana Alice Weidel (AfD) o Santiago Abascal (Vox), no ocultan su satisfacción ante el aplastante empuje de un presidente estadounidense que les permite reforzar sus mensajes sobre la decadencia del Viejo Continente, la cobardía de las élites gobernantes ―con Von der Leyen en la diana central― y la obsolescencia de estructuras supranacionales como la UE.
Algunos politólogos ya habían augurado que la presidencia de Trump transformaría el panorama geopolítico no solo en EE UU, sino también en Europa. “La segunda presidencia de Trump está recolocando a la extrema derecha europea como la vanguardia continental de un proyecto revolucionario transnacional y a los partidos convencionales como los nuevos soberanistas europeos”, han señalado Ivan Krastev y Mark Leonard en un reciente informe del ECFR.
La ofensiva arancelaria de Trump parecía haber frenado al brazo europeo de ese proyecto transnacional, con los partidos ultraderechistas europeos desconcertados por un ataque contra sus propios países y temerosos de que la cercanía con el líder estadounidense se volviese en su contra.
Pero el fiasco de Von der Leyen en el campo de golf escocés del magnate, que permitirá a EE UU gravar con un 15% las exportaciones europeas sin que Bruselas adopte una medida recíproca, ha permitido a los aliados europeos de Trump reconducir el relato para intentar culpar a la Comisión Europea y alabar, de paso, la supuesta habilidad negociadora del presidente estadounidense.
“El acuerdo arancelario UE-EE UU es una clara victoria de EE UU. El pueblo americano tiene motivos para estar orgulloso de Donald Trump”, proclamaba el viernes el ministro húngaro de Exteriores, Péter Szijjártó. Y añadía que “Von der Leyen se ha convertido en una hazmerreír global por intentar presentar como un éxito un resultado claramente perjudicial”.
Más allá del resultado económico de los gravámenes, que resulta dudoso y podría acabar siendo contraproducente para EE UU, la ofensiva arancelaria permite a Trump y a los suyos demostrar que el unilateralismo y el nacional-egoísmo han sustituido al derecho internacional y que los valores fundamentales pueden ser reinterpretados u olímpicamente ignorados. En realidad, los aranceles son casi un trampantojo, un señuelo utilizado por Trump para dejar claro dentro y fuera de EE UU que puede imponer su voluntad. Y que está dispuesto a utilizar cualquier arma a su alcance para sacar adelante una agenda revisionista que deja fuera de juego a la Unión.
La Unión Europea, lejos de plantar cara a esa peligrosa estrategia, ha asumido buena parte del discurso de Trump. Unas veces con aplausos, como tras el bombardeo estadounidense de Irán. Otras, con silencio cómplice como en la masacre que Israel, con el beneplácito de EE UU, lleva a cabo en Palestina. Y las más, mirando hacia otro lado como ante los atropellos de Washington a los derechos de personas migrantes, las injerencias de la Administración de Trump en procesos electorales o judiciales de países europeos o extracomunitarios, los continuos ataques a instituciones académicas o medios de comunicación, los devaneos del estadounidense con Vladímir Putin a costa de vidas en Ucrania, o las exigencias de un gasto militar desorbitado como condición para mantener en pie la OTAN.
La clamorosa pasividad de Bruselas ―y de las grandes capitales europeas en general, con la llamativa excepción de Madrid― ante la campaña internacional de acoso híbrido puesta en marcha por EE UU está diluyendo en Europa el llamado efecto Trump. Un efecto al que se atribuye la reacción de los electorados en países como Canadá o Australia a favor de opciones políticas claramente opuestas a la deriva autoritaria trumpiana.
Europa también vivió un efímero efecto Trump tras su primera llegada a la Casa Blanca en 2017, que sorprendió a la UE en plena crisis existencial por la victoria del Brexit. Europa cerró filas entonces y la fuerza de la corriente europeísta impidió la victoria electoral de la extrema derecha en dos socios fundadores de la UE tan importantes como Francia y Países Bajos.
Pero el regreso de Trump en 2025 y la oleada populista que sopla desde el Reino Unido a Japón y desde Argentina a Corea del Sur encuentra a Europa convertida en un terreno abonado para los mensajes de lo que los ideólogos de Trump denominan “la segunda revolución americana”. El informe de IPSOS de este año sobre populismo, que analiza las tendencias en 31 países, muestra que el 77% de los alemanes comparten la tesis de que “la sociedad está rota” (55% en España), el 75% de los franceses creen que su país “está en declive” (57% en España) y casi la mitad de los encuestados en Francia, Italia, Polonia, Países Bajos o Bélgica ven necesario “un líder fuerte con deseos de romper las reglas”.
Von der Leyen, en nombre de Europa, rinde pleitesía a la encarnación estadounidense de esa visión retrógrada, con la esperanza, tal vez, de mantener a raya a la fiera y capear el temporal reaccionario a la espera de tiempos mejores. Arriesgada apuesta. Porque cada humillación ante Trump permite al estadounidense reivindicar supuestos éxitos y a sus peones en Europa, que los tiene y muchos, proclamar la vigencia de recetas que hasta hace poco resultaban inaceptables para la gran mayoría, sea la gran deportación, el cuestionamiento de la democracia o la propia separación de poderes.
Si Bruselas mantiene la línea de tolerancia con Trump, tendrá muy difícil llamar al orden a los países de la UE que se sumen al particular modelo autoritario del estadounidense. Una tentación que ya se percibe en Orbán y que podría ganar fuerza si el partido de Marine Le Pen llega al Elíseo en Francia.
Pensar que se puede claudicar de puertas afuera y mantener elevados estándares en casa es, cuando menos, ilusorio. O simplemente imposible.