San Pedro es la plaza que abraza, con la columnata de Bernini diseñada para inspirar esa sensación. El sábado acogió en sus brazos a grandes protagonistas y grandes ideas de la guerra mundial político-cultural que agita el mundo. Estuvieron líderes del nacionalpopulismo como Trump, Milei, Orbán o Meloni, que espolean hábilmente resentimientos y odios para luego cabalgarlos. Y dirigentes en las antípodas, como Lula, Macron, Starmer o Von der Leyen, que tratan, con crecientes dificultades, de construir narrativas alternativas. Ante ellos yacía el féretro del papa Francisco. Su trayectoria política, original y llena de matices, merece ser estudiada en la óptica de esa guerra cultural.
No cabe duda de que Bergoglio fue un baluarte de oposición ante el nacionalpopulismo en la medida en la que dos de sus principales posiciones políticas —el respaldo a los inmigrantes y la defensa del medio ambiente— se situaban en abierta contraposición con el programa ultraderechista. Lo fue también porque no rehuyó el conflicto con ellos. Queda en los anales su arremetida contra los brutales planes migratorios de Trump (“una desgracia”).
A la vez, Francisco tomó decisiones y pronunció palabras que tienen un cierto aroma populista. El tantas veces mencionado gesto de no residir en la parte noble del Vaticano es al mismo tiempo una bella declaración de intenciones coherente con San Francisco de Asís, y un mensaje retórico de alejamiento del palacio que recuerda a ciertas estrategias populistas que buscan de forma muy escénica y algo gruesa aglutinar el consenso del pueblo ante élites corruptas. Su universalismo, por otra parte, tuvo graves límites, renunciando a cualquier avance serio de la posición de las mujeres en la Iglesia.
Pero tal vez haya otra dimensión de la acción de Francisco que merezca ser resaltada. Y esta, sí, puede ser inspiradora para el combate contra el nacionalpopulismo apoyado en las nuevas tecnologías. Para entenderla, primero hay que reflexionar sobre qué es ese nacionalpopulismo.
Este es un proyecto que supo aprovecharse mucho antes y mucho mejor que sus adversarios de las nuevas tecnologías para comprender estados de opinión, desatar sus peores instintos para luego utilizarlos políticamente. Múltiples ingenieros del caos, según la bella definición de Giuliano da Empoli, se dedicaron a esto desde hace mucho, desde Gianroberto Casaleggio (gurú del Movimiento Cinco Estrellas) a Arthur Finkelstein (apoyo a Orbán, Netanyahu), desde Steve Bannon a Cambridge Analytica (Brexit). La acción de estos ingenieros del caos, en combinación con hábiles demagogos, ha conformado una formidable arma de ataque político. Ante ella, los demás siguen renqueando, sin hallar fórmulas realmente capaces ni para desactivar las insidias, ni para construir alternativas políticas claramente ganadoras.
Y es ahí donde interesa estudiar a Francisco. Porque si bien es inconcebible la lucha política contemporánea sin un eficaz dominio de los instrumentos tecnológicos digitales, siendo ese el espacio central de la batalla, es probable que algo más sea necesario. Ese algo más, tal vez, sea humanismo. Hay que contraponer arquitectos humanistas a los ingenieros del caos.
Bergoglio sin duda tuvo destellos de carisma humanista. La mera elección de su nombre, esa referencia a ese santo, después de un pontificado como el de Ratzinger, encendió esa luz. Ciertos rasgos de su dialéctica, de su lenguaje corporal, de su cercanía a la gente y, por supuesto, de su política, también la propagaron.
Esto no quiere decir que deba ser considerado un modelo impoluto. No lo fue. Pero sí tuvo reflejos que tal vez puedan inspirar la introducción de mayor humanismo en la forja de la respuesta a los nacionalpopulistas. Humanismo frente a la deshumanización algorítmica o del atropello de los derechos humanos. Oponer redes humanas —como lo es la Iglesia— a las digitales. Oponer la constancia —llamar todos los días al párroco de Gaza— a la superficialidad, inconstancia del tiempo moderno. Oponer al arrollador proyecto nacionalpopulista el contacto humano, la fisicidad, el lenguaje llano, una comprensión plena y consecuente de que el sistema ha favorecido a las clases superiores y marginado a otros.
Ingenieros del caos y demagogos han ganado terreno en los últimos lustros. Comprendieron cómo lanzar ataques exitosos. Las estrategias de defensa y contrataque todavía no están afinadas. Tal vez, además de pertrecharse para el combate tecnológico, venga bien inspirarse en las lecciones milenarias de Roma, en el poso de su historia y en una distancia —sabia, irónica, a menudo iluminadora por panorámica— de la cotidianidad, de la velocidad. Tal vez venga bien inspirarse en un Pontífice que cometió errores, pero logró aciertos interesantes. Tal vez, el conjunto de San Pedro, donde trabajaron Miguel Ángel y Bernini, nos recuerde que pueden venir bien arquitectos humanistas.