Medio año después del regreso al poder de Donald Trump está a punto de hacerse realidad el escenario tal vez más temido a propósito de la invasión de Ucrania: una negociación directa entre los presidentes de EE UU y Rusia a la que no ha sido invitado Volodímir Zelenski ni ningún líder europeo. La levedad geopolítica del Viejo Continente es sobradamente conocida, pero no hay precedentes de conflictos regionales —y ha habido unos cuantos desde el fin de la Guerra Fría— que se hayan gestionado al margen de las diplomacias nacionales o multilaterales de Europa. Los protocolos de Minsk en 2014-2015 sobre la propia Ucrania, el alto el fuego en Georgia de 2008, la Conferencia de Rambouillet para Kosovo en 1999 o la paz de Dayton sobre Bosnia en 1995 son ejemplos de acuerdos postbélicos en los que, con independencia de sus muchas imperfecciones, hubo protagonismo directo de la Unión Europea, la OSCE y/o alguna capital europea. Ahora la exclusión de cualquier presencia es en sí misma una prioridad para el Kremlin y, lo que resulta bastante más doloroso, para la Casa Blanca.
Washington viene de ningunear hace pocos días a sus aliados en otro proceso que afecta a la seguridad continental, al impulsar un pacto entre Armenia y Azerbaiyán que expresamente impedirá a la UE participar en la gestión económica del nuevo contexto y que condena a la irrelevancia la misión EUMA desplegada en 2023 por Bruselas. Si la conducta norteamericana es desacomplejadamente unilateral en un espacio secundario como el Cáucaso, parece obvio que ignorará a los europeos en la negociación de otra paz —de trascendencia geopolítica mucho mayor— que afecte a Ucrania. La mera visita normalizada de Vladímir Putin a suelo estadounidense es ya un durísimo trago tras tres años y medio de sanciones occidentales.
Y entonces, ¿qué se puede hacer? A corto plazo, no mucho más que iniciativas políticas como la cumbre organizada en Berlín para expresar su postura ante Trump y dar ánimos a Zelenski si en Alaska se acuerda imponerle una tregua que incluya amputaciones territoriales a su país. Pero la Historia juzgará duramente a Europa si no extrae las lecciones de su arrinconamiento actual.
Pese a todo lo logrado en 75 años de integración, los europeos descubrieron en febrero de 2022 su vulnerabilidad ante Rusia y desde enero de este año han constatado su cuasivasallaje ante EE UU. No existe otro desafío, incluyendo los ataques israelíes a la población palestina o el reto sistémico del ascenso chino, de mayor envergadura.
La derrota de Ucrania supondría otra debacle moral como la ocurrida en Gaza y el fortalecimiento de otra gran potencia rival. Pero, además de esas dos calamidades, si Moscú sale airoso de este enfrentamiento, no se podrá seguir hablando de seguridad en buena parte del continente. Y sin ella no habrá estabilidad política ni prosperidad.
Los europeos han aceptado en los últimos meses algunas humillaciones ante su teórico protector —como la reciente aceptación de un arancel del 15% sin medidas recíprocas o el compromiso de destinar el 5% del PIB a defensa mientras EE UU reduce su gasto— y ahora quedan al margen de las conversaciones para parar una guerra en la que se juegan mucho más que chinos o norteamericanos.
El futuro dirá si se aprovechó este momento desgraciado para tomar en serio la necesidad de reforzar la unión de los europeos en política exterior y organizar capacidades militares propias que supongan auténticas garantías de seguridad futuras. Seguridad para Ucrania, pero también para Europa misma, al margen de las veleidades de potencias terceras. El futuro del derecho internacional, de la no proliferación nuclear, de las democracias frente a los autoritarismos y del propio proyecto europeo se libran en la respuesta a lo que se decida en Alaska.