El indescriptible sufrimiento infligido a la población civil de Gaza por parte de Israel —un asedio de rasgos medievales para el cual cuesta encontrar parangones en la historia reciente de la humanidad— desata una amplia ola de indignación internacional. A pesar de la evidente barbarie perpetrada contra los gazatíes, la comunidad internacional no ha actuado para frenar a Israel y protegerlos. Ha habido algunas iniciativas notables, como la emisión por parte del Tribunal Penal Internacional de una orden de arresto contra Benjamín Netanyahu o la demanda de Sudáfrica contra Israel por genocidio ante el Tribunal Internacional de Justicia, que ha ordenado medidas cautelares. Pero no ha habido ningún movimiento realmente capaz de alterar el curso de los acontecimientos. ¿Por qué?
El núcleo esencial de la respuesta es el papel habilitador de Estados Unidos, tanto en términos de cobertura diplomática internacional como de facilitador material. Washington suministra todos los años a Israel ayuda militar por valor de 3.800 millones de dólares, cifra a la cual hay que sumar otras partidas específicas desembolsadas para sostenerle en esta campaña, como la de 8.700 millones aprobada en abril de 2024.
No obstante, una multitud de factores concurre para permitir que este espanto siga, desde la disfuncionalidad de la ONU hasta la pasividad de tantos países, desde la división de la UE hasta la tibieza del mundo árabe, desde el desinterés de China hasta la represión contra protestas de la sociedad civil en muchos lugares.
Algunas cosas se mueven. Francia acaba de poner calendario al reconocimiento del Estado palestino, Brasil acaba de sumarse a la demanda de Sudáfrica, y el lunes está prevista una conferencia internacional en la sede de Nueva York de la ONU para reactivar la solución de los dos Estados. Los líderes de Francia, Alemania y el Reino Unido están cooperando para promover soluciones. Pero no hay ninguna acción decisiva. Jueces e historiadores emitirán las sentencias e interpretaciones más ponderadas. Mientras tanto, la magnitud de la tragedia exige poner la lupa en por qué y en cómo actores externos con recursos no detienen la masacre.
ONU
“Ante circunstancias como esta, la instancia que se supone que tiene que intervenir son las Naciones Unidas. Pero el Consejo de Seguridad está bloqueado por Estados Unidos, que, desde que empezó esta guerra, ha estado sistemáticamente votando en contra de todo lo que fuera poner un freno a Israel”, dice Josep Borrell, ex alto representante para la Política Exterior de la UE y actualmente presidente del centro de estudios CIDOB.
Frente al bloqueo del Consejo de Seguridad y la lentitud del procedimiento ante el Tribunal Internacional de Justicia, cuya sentencia definitiva en todo caso no serviría de por sí para frenar una acción bélica, la Asamblea General de la ONU ha actuado con la aprobación de resoluciones que reclaman un alto el fuego o la distribución de ayuda humanitaria a los palestinos, pero se trata de decisiones desprovistas de eficacia ejecutiva.
En términos políticos, estas votaciones representan una elocuente radiografía de las posiciones. En una resolución aprobada en junio, 149 países votaron a favor, 12 en contra (entre ellos Estados Unidos, Argentina o Hungría) y 19 se abstuvieron (entre ellos la India y países de la UE como República Checa, Eslovaquia o Rumania).
“Los Estados europeos han votado en orden disperso en esas resoluciones. De la Unión Europea no se puede esperar nada más que ayuda humanitaria, porque está dividida y en todo caso tiene poca influencia; de las Naciones Unidas, por desgracia, ya sabemos que están paralizadas. La clave está en otro actor, que es Estados Unidos”, observa Borrell.
Estados Unidos
La alianza de Estados Unidos con Israel se fundamenta en dos razones esenciales, una de carácter geopolítico y otra vinculada a la política nacional.
En el primer plano, puede señalarse que, sobre todo después de la guerra de 1967, mientras Francia se distanciaba de Israel, Washington empezó a verlo como un socio crucial en una región estratégica, llena de reservas de hidrocarburos y en donde la URSS iba proyectando su influencia. La confrontación con el Irán revolucionario reforzó posteriormente ese interés.
La relación ha pasado por distintas fases. Con Truman, EE UU fue el primero en reconocer a Israel, pero no fue luego especialmente activo en el apoyo; Eisenhower se enfadó por la crisis de Suez de 1956 precipitada por un ataque israelí, y Kennedy miró con recelo al programa nuclear israelí en los años sesenta. Posteriormente, hubo etapas en las cuales Washington trató de impulsar la solución de los dos Estados o frenó el instinto israelí de atacar a Irán. Pero la relación geopolítica fue cuajando, y se consolidó con los descomunales programas de ayuda militar. Pese al cambio de las circunstancias y de las administraciones, parece haberse afianzado en EE UU a lo largo del tiempo un cálculo estratégico de conveniencia en mantener ese apoyo.
“Si lo hay, tal vez ese cálculo sea la idea de que, si EE UU es el gendarme del mundo, Israel sea el gendarme de Oriente Próximo. La idea de tener un líder militar en el área que sea capaz de imponer su voluntad. Apoyar a Israel para imponer la ley del más fuerte. Y los demás ya se avendrán. Por eso se le apoya, para que sea el más fuerte. Israel puede poner en el aire a 200 cazas a la vez, no hay ningún ejército europeo que pueda hacer eso”, dice Borrell.
En el segundo plano, el de la política interna, Borrell señala la influencia del “lobby judío, que ha sido importante en decisiones clave de EE UU, y después de otro más importante todavía, el de los cristianos evangelistas, son muchos, son influyentes, y tienen muchos votos que aportar”.
Kenneth Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch entre 1993 y 2022, abogado y ahora profesor en la Universidad de Princeton, coincide en la importancia de esos dos sectores. “El apoyo a Israel ha sido hasta hace poco un consenso bipartidista en EE UU, vinculado a la visión de ese país como un refugio para los judíos después del Holocausto e impulsado especialmente por los cristianos evangélicos, que votaban republicano, y los judíos americanos, que tendían a votar demócrata”, dice el experto.
“Pero ahora las cosas están cambiando”, prosigue Roth, que es autor del recién publicado Righting wrongs (Corrigiendo injusticias). “Hay una disonancia cognitiva entre esa idea de Israel como refugio de judíos perseguidos y el Israel actual que comete un genocidio. Los evangélicos que apoyan a Israel por razones religiosas, porque lo consideran un prerrequisito para el segundo advenimiento de Jesús, creo que siguen en esa posición de apoyo. Pero los judíos se han dividido. Hay un segmento conservador representado por el lobby AIPAC que respalda a Israel haga lo que haga. No obstante, la mayoría de los judíos americanos creen en el derecho. Muchos ya no quieren ese respaldo estadounidense a un Israel que comete un genocidio. El cambio es muy evidente entre los judíos más jóvenes. Pero también entre los más mayores, entre los cuales me incluyo, hay muchos que observan con horror las atrocidades que está cometiendo Israel”, dice el experto.
Más allá de esos dos segmentos poblacionales, las encuestas muestran un profundo cambio de la actitud de la sociedad estadounidense hacia Israel, ahora mucho menos favorable. Este es el panorama sociopolítico subyacente al actual mandato de Trump, que llegó al poder con credenciales proisraelíes de hierro.
“Trump llegó al poder con una larga historia de dar luz verde a lo que Netanyahu quería, desde reconocer a Jerusalén como capital hasta la anexión de los Altos del Golán”, dice Roth. El primer día de su segunda presidencia anuló sanciones a colonos; recibió a Netanyahu como primer líder extranjero; respaldó planes de colonización esperpénticos de la Franja para convertirla en una Riviera turística y apoyó a Israel en su ataque contra Irán.
No obstante, Roth apunta que deben considerarse otras señales también. “Trump ha mostrado una propensión a hacer varias cosas que Israel no quería: levantó sanciones contra el nuevo Gobierno sirio, selló un acuerdo con los hutíes; negoció directamente con Hamás cuando esto era anatema para Israel; negoció con Irán cuando Netanyahu quería bombardear, y visitó países del Golfo pasando de Israel, algo sin precedentes. Y, sobre todo, ha presionado a Netanyahu para aceptar los alto el fuego. La cuestión es que a Trump sustancialmente solo le importa Trump. Si en algún momento Israel no encaja con su agenda personal, lo abandonará”, dice Roth.
Sobre esa base, “la esperanza es que su notorio deseo de conseguir el Nobel de la Paz le empuje a hacer algo, sobre todo considerando que él, a diferencia de Biden, no tiene ningún rival a su derecha”, prosigue Roth. “Biden decía cosas correctas, pero hacía cosas equivocadas. Trump no es ideológico, está centrado en promoverse, y esa es la mejor esperanza que tenemos en este momento, porque ningún país europeo tiene la influencia que tiene Washington”.
Europa
La UE no tiene ni de lejos la capacidad decisiva de presión sobre Israel de la que dispone EE UU en virtud de su condición de habilitador militar esencial. Aun así, podría haber tomado medidas no decisivas, pero de peso, siendo entre otras cosas el primer socio comercial de Israel. La división interna lo impide.
Las votaciones en la ONU son solo un reflejo. Los ejemplos abundan, siendo uno muy llamativo el reciente fracaso de la reunión para decidir sobre 10 posibles medidas de presión sobre Israel presentadas por Kaja Kallas, sucesora de Borrell, en medio de la espantosa aceleración de la estrategia israelí de provocar una hambruna en Gaza.
“Yo en su momento hice una propuesta concreta, que no fue adoptada. Esta vez Kallas ha ido sin una propuesta específica. Ha dicho: ‘Estas son las distintas cosas que podríamos hacer. Díganme ustedes, ¿cuál quieren poner en marcha?’ Y la respuesta ha sido: ninguna, no queremos hacer nada. Esto es lo que da de sí Europa. No da más de sí”, lamenta Borrell.
La división entre países, con Alemania, Hungría, Austria y República Checa entre los más reticentes a actuar contra el Gobierno de Netanyahu, no es el único obstáculo.
Borrell señala la actitud de la Comisión Europea dirigida por Ursula von der Leyen. “La presidenta de la Comisión ha tenido siempre una actitud absolutamente pro-israelí, completamente falta de una sensibilidad que tuviera en cuenta la dualidad del problema y la situación de los palestinos. La Comisión no ha movido un dedo, nada. Lo único que hizo fue suspender la ayuda a la Autoridad Palestina inmediatamente después de los ataques de Hamás. Yo pregunté: ‘¿por qué suspende usted la ayuda a la Autoridad Palestina? La Autoridad Palestina no ha hecho nada’. Pero esto es la única decisión que han tomado”, observa Borrell.
El ex alto representante apunta también al riesgo de que dirigentes de la UE puedan verse sometidos a escrutinio como cómplices de los crímenes de Israel por no haber tomado ninguna medida para frenarlo, ni siquiera la suspensión del acuerdo de asociación que claramente está condicionado al respeto de derechos humanos, reconocidos como violados por un informe interno.
En cuanto a la división entre países, el Estado clave es Alemania, principal potencia europea, que ha permanecido anclado a su política de Staatsraison -de razón de Estado-, concepto acuñado en 2008 por Merkel para simbolizar el férreo compromiso de Berlín con la seguridad de Israel a la vista del terrible pasado nazi.
“Yo he considerado siempre que es un concepto mal formulado, porque en esos términos se perfila como una política que parece ir más allá del debate democrático normal. En cualquier caso, incluso aceptando la formulación, el problema es que Alemania no se ha adaptado al cambio de la realidad, la de un Gobierno israelí extremista que persigue limpiezas étnicas y sueños de anexión”, dice Thorsten Benner, director del Global Public Policy Center de Berlín.
“El problema es que han interpretado que la historia alemana con el Holocausto no significa que deban acatar los estándares de derechos humanos que mejor protegen contra futuras atrocidades, sino más bien que deben acatar todo lo que haga el Gobierno israelí, incluso cuando ese Gobierno viola los estándares de derechos humanos”, dice Roth. “Y creo que eso es un gran error. En realidad, sacrifica a los judíos de todo el mundo en beneficio de Israel. Afirma que los estándares de derechos humanos que realmente protegen a los judíos —y a todos los demás— en sociedades multiétnicas y multirreligiosas no son tan importantes en comparación con Israel, incluso cuando este destruye esos estándares. Y eso es un error enormemente contraproducente”, concluye el exdirector de Human Rights Watch.
Benner señala que alrededor de esta cuestión hay una fuerte agitación sociopolítica. “De entrada, en la opinión pública, que mayoritariamente considera ahora que lo que está haciendo Israel no es legítimo. Luego, en política, con el liderazgo parlamentario del SPD presionando, por ejemplo en el sentido de que, a su juicio, Alemania debería haber firmado la carta conjunta de más de 20 países (en contra de la política que está causando el hambre en Gaza)”.
El canciller Merz ha sido crítico con Israel de una forma inusual “pero no ha extraído de ello ninguna consecuencia”, dice Benner. Los defensores de seguir en esa política “esgrimen varias razones por ese inmovilismo”, prosigue Benner. “Que, por su pasado, Alemania no debería estar en primera fila de las voces criticas con Israel. Y que, con esa contención pública, se puede ser más influyente. Pero encuentro ese argumento problemático, porque realmente no hay mucho que mostrar como resultado de esa presunta influencia. Otras razones de fondo son un arraigo ideológico del que les cuesta alejarse, y la conciencia de que criticar a Israel acarrea un precio político porque hay medios poderosos como los del grupo Axel Springer que luego te criticarán”, dice el experto.
Alemania no solo no aplica presión, sino que sigue exportando armas a Israel. Debido a su peso, la UE no podrá nunca evolucionar en su conjunto en esta materia si Berlín no vira.
Otros países europeos, como España, han sido al contrario explícitamente críticos con Israel, dando pasos como el reconocimiento del Estado palestino —al que acaba de sumarse Francia— o adhiriéndose a la denuncia por genocidio. No obstante, incluso aquellos que son retóricamente explícitos y han hecho gestos han evitado tomar iniciativas duras como una intensa acción sancionatoria.
Otros
Otros actores de peso tampoco han desempeñado papeles relevantes. China es una potencia, pero ni dispone de herramientas decisivas en la región ni parece querer involucrarse mucho. “No es su guerra y no tienen tampoco mucha capacidad para actuar. Condenan, pero no son un actor, no quieren serlo. Tienen bastante con usufructuar nuestro descrédito”, dice Borrell, que apunta también a cómo Pekín aprovecha el doble estándar europeo. “Cuando estuvimos en una cumbre en China (anterior a la de esta semana) el presidente [Xi Jinping] nos lo dijo claramente: ustedes no vengan a hablarme de derechos humanos. Señalaba Gaza para sostener que los europeos que no hacen nada ahí no tienen ninguna autoridad moral para hablar de derechos humanos”, cuenta Borrell.
Los países árabes tampoco han ido más allá de muestras de indignación. Afortunadamente superada la etapa de conflictividad bélica árabe-israelí del siglo XX, los países de la región tampoco han procedido a tomar ninguna represalia política relevante. El más importante entre ellos, Arabia Saudí, da muestras desde hace tiempo de apostar por una normalización de relaciones con Israel que juzga conveniente para sus intereses, sobre todo de cara a la rivalidad con el eje chií.
Cuestión a parte es la espinosísima apertura de fronteras por parte de Egipto a los gazatíes encerrados en el asedio de la Franja. Confligen ahí razones humanitarias y políticas.
“Hay al menos tres razones por las que Egipto no abre”, analiza Borrell. “Una es que abrir es hacerle el juego a Israel. Israel quiere vaciar Gaza. Otra es de orden material: el desafío de atender a dos millones de personas, aunque sin duda Naciones Unidas ayudaría mucho. Y luego hay otra de carácter político, qué tipo de impacto tendrían en Egipto esos refugiados”, señala. “Pero es evidente el dilema moral que representa esa actitud. Los están matando por bombas o de hambre al otro lado de la puerta y la mantengo cerrada. En una guerra los civiles huyen, pero Gaza es una ratonera, no pueden huir. Y no hemos hecho presión a los vecinos para que modularan esa actitud”, concluye.
Sociedad civil
Otro aspecto relevante es la reacción de la sociedad civil en los países libres. No cabe duda acerca de la amplitud y profundidad de la conmoción e indignación por lo que ocurre. No obstante, no se ha generado un movimiento de protesta realmente masivo, como ocurrió en 2003 con la invasión ilegal de Irak. Varios factores concurren.
Por un lado, movimientos represivos clarísimos por parte de las autoridades en países como Alemania, el Reino Unido o Francia, bajo el presunto temor a actividades de rasgo antisemita.
En Estados Unidos, reflexiona Roth, la dinámica ha sido algo diferente. “Hubo muchas protestas en los campus universitarios en el curso 23/24, y fueron gradualmente suprimidas por presión de los donantes, describe Roth. “Desde enero, ha entrado en escena Trump, que retiene los fondos públicos, porque dice que toleran el antisemitismo, lo que es ridículo, porque equipara la crítica a Israel con el antisemitismo. Trump utiliza una coerción brutal para librar una pugna ideológica. Usa esta cuestión para forzar un giro ideológico de las universidades hacia la derecha”, concluye.
“He reflexionado sobre este asunto”, dice Borrell. “He ido a alguna manifestación en la cual había más organizaciones convocantes que convocados. Por un lado, creo que hay una diferencia con Irak en términos de involucración directa”. En aquel caso, la protesta iba dirigida contra gobiernos que, como el español, el portugués o el británico, sostenían activamente la invasión“.
“También pienso que la terrible censura israelí —el mayor blackout informativo que ha hecho un país en guerra— impide que se difundan en toda su plenitud imágenes de lo que ocurre, y eso frena la reacción emocional. Ojos que no ven, corazón que no siente. Y, tal vez, también haya un punto de resignación”, concluye Borrell.