En tiempos de incertidumbre, de crispación social y de divisiones políticas casi irreconciliables. Persisten, sin embargo, dos acontecimientos que hacen que el país haga y sienta lo mismo a la vez y que, por un momento, nos dan la ilusión de unidad: el ritual de comer al unísono las 12 uvas en Nochevieja y la sensación, ampliamente compartida, de que la Navidad comienza cada mañana del 22 de diciembre con el sonido del primer giro de los bombos del Sorteo Extraordinario de la Lotería Nacional, conocido comúnmente como El Gordo.
Realmente extraordinario, porque es cuando más boletos de lotería se venden: en 2024 se pusieron a la venta 193 millones de décimos que aportaron cerca del 30% de la facturación anual de Loterías y Apuestas del Estado. Para el sorteo de 2025 se han aumentado las series emitidas a 198, es decir, cinco más que el anterior, por lo que se van a repartir 2.772 millones de euros.
La salmodia exasperante y expectante de los niños del Colegio de San Ildefonso (sí, siempre fueron ellos, desde 1704) acompaña a todo un país y sigue siendo la banda sonora de la ilusión colectiva.
Porque todos sabemos que este sorteo no trata solo de dinero: es algo mucho más profundo, una tradición cargada de emoción para millones de españoles. Desde aquel primer sorteo en 1812, en plena Guerra de Independencia, El Gordo no ha dejado de celebrarse ni en guerras ni en crisis. Y todos, de alguna manera, tenemos una anécdota a un recuerdo vinculada al mismo.
La familia de quien escribe esto forma parte de aquel grupo social que solo compran lotería en Navidad y, quizá, en Reyes para El Niño, si la pedrea les sonríe. Por eso me sorprendió cuando, un domingo de primavera de hace ya una década, mi padre, al abrir como siempre el periódico por la contraportada, se detuviese solo en la página de los resultados de la lotería.
Fuera de temporada, y sin ni siquiera haber jugado, aquello me intrigó. Hoy sé que no era casualidad, sino un gesto silencioso que repetía siempre y en el que yo apenas me había fijado, y que más que una manía, implicaba algo profundamente emocional, un recuerdo de infancia y juventud. Le pedí que me explicara qué buscaba exactamente. “Quiero saber solamente si ha tocado el Cenizo”.
El Cenizo es el número 17974, el décimo que mi abuelo —su padre— compraba desde siempre con los compañeros de la Standar Eléctrica SA, la legendaria compañía española de telecomunicaciones para la que trabajó toda su vida. Y se llamaba así porque, como su nombre parece indicar, nunca tocaba. Es más, sigue sin hacerlo.
Esto lo sé ahora porque, aquella mañana, cuando la salud de mi padre empezaba a deteriorarse irrevocablemente, me pareció buena idea sorprenderle antes de Navidad con un décimo de aquel número maldito del que yo nunca había oído hablar.
Averiguar la administración donde lo vendían fue fácil gracias a internet: un pequeño quiosco en el número 45 de la Gran Vía madrileña, Loterías Trébol. “Hombre, el de la suerte, el de las cuatro hojas”, pensé, no sin escepticismo.
Convencida de que la fidelidad a aquel número habría desaparecido con la extinción natural de aquella generación de obreros, me confié y me tomé mi tiempo en ir a comprarlo, porque mi familia también es de los que engrosan las cifras de quienes adquieren la lotería de Navidad casi horas antes del sorteo, cuando la mayoría lo hace en noviembre y, sobre todo, durante el puente de diciembre.
Cuál fue mi sorpresa cuando la pareja de loteras que me atendió me dijo que precisamente el número que pedía hacía ya tiempo que se había vendido y que no creían que les quedase nada. Al ver mi decepción, mientras una rebuscaba, la otra —más mayor— me explicó que es el número más solicitado porque somos muchos los nietos y bisnietos de aquellos trabajadores de la Standar que seguimos siendo fieles a esta tradición.
Una tradición que empieza con María Luisa, en 1941 —la abuela de la persona que me estaba hablando— cuando, en aquella España dura y gris de posguerra, empezó a vender lotería: primero por la calle, luego con la adquisición de la administración entera para ella. Y desde entonces son ya cuatro generaciones, hoy son los bisnietos Juan Carlos y Patricia, los que venden la casi totalidad de las 198 series del 17974, es decir, 1.980 décimos para el Sorteo Extraordinario de Navidad.
Ignoramos cuándo fue la primera vez que un grupo de amigos que trabajaban para la misma compañía —puedo imaginar que entre chanzas y risas— se unieron para comprar a María Luisa el mismo número, año tras año. Un número que nunca tocaba, pero al que eran fieles: El Cenizo.
Tuve la enorme suerte aquel año de que un único décimo se quedó sin vender y pude regalárselo a mi padre. Por supuesto que no salió premiado. Solo lo ha hecho en contadas excepciones y siempre ha sido la humilde pedrea. La última vez fue en 2022, el año que él murió. Quiero interpretar esto como un último regalo, un guiño del destino que me hace sentir muy afortunada. Suerte para todos y, sobre todo, ¡Feliz Navidad!
