Cristina Fernández de Kirchner (La Plata, 72 años) mantuvo la semana pasada un ritmo de trabajo frenético mientras toda Argentina estaba pendiente de la Corte Suprema. El martes, dio órdenes a sus colaboradores, intercambió llamadas con referentes del peronismo y recibió a otros en la sede del partido en Buenos Aires. Pasadas las cinco de la tarde, cuando la Corte ya había sellado su suerte, Kirchner se plantó con una sonrisa en el escenario levantado en la calle. Lanzó besos al aire y se llevó la mano al corazón en agradecimiento al apoyo de una multitud que la aclamaba. “No nos han vencido”, cantaban eufóricos. Su discurso dejó claro que acatará la condena a seis años de cárcel por corrupción e inhabilitación de por vida para ocupar cargos públicos. Pero también que no dejará de ser quien es: un animal político pura sangre, de esos que aparecen muy de vez en cuando y que a su paso dejan una estela de amor incondicional y odios viscerales. Kirchner, aunque presa, seguirá en la política.
Dos veces presidenta y una vicepresidenta, senadora en sus tiempos como primera dama de Néstor Kirchner y también diputada, Cristina, así a secas, como le dicen sus seguidores, ha tenido un protagonismo indiscutible en la Argentina de este siglo. Medio país prefiere llamarla “yegua”, la considera una populista que encarna la decadencia argentina y celebra que la Justicia la condene “por chorra”, la forma más despectiva posible de decirle ladrona. La otra mitad sostiene que es víctima de lawfare, una persecución judicial que pretende proscribirla, como ya sucedió con Juan Domingo Perón después del golpe militar de 1955.
La condena ha acentuado una división en la que Kirchner se mueve con comodidad: le importan menos las críticas predecibles de sus enemigos que la lealtad renovada, aunque previsiblemente fugaz, de los propios. Los que hasta hace unos días le disputaban el bastón de mando del peronismo, ahora cierran filas tras ella. Sus aliados más fieles mueven los hilos para llevar su condena a los tribunales internacionales.
La multitud que la arropó frente a la sede del Partido Justicialista (PJ) el martes por la tarde la siguió esa misma noche a las puertas de su domicilio, en el barrio de Constitución, convertido en la nueva meca del peronismo. La expresidenta cumple con el rito: a intervalos regulares sale al balcón de su tercer piso y saluda. Arrancan entonces los aplausos, gritos de “te amo” y la promesa cantada de “si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”. Tenaz y astuta, Kirchner sabe que el fallo despertó a un peronismo que se encontraba abatido y sin norte desde la derrota contra Milei en 2023. Ungida en mártir del movimiento, buscará ahora rearmarlo a su gusto antes de que otros lo hagan por ella.
Kirchner nació en el seno de una modesta familia de clase media en la ciudad de La Plata, 60 kilómetros al sur de Buenos Aires. Su padre, hijo de inmigrantes españoles, era conductor de autobús antes de progresar y convertirse en socio de una empresa de transportes. Su madre trabajó como administrativa. Tuvieron dos hijas —Cristina y, dos años más tarde, Giselle— antes de separarse.
Cristina Fernández estudiaba Derecho en la Facultad de La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, cuando conoció a quien sería su futuro marido, Néstor Kirchner. Ya casados, decidieron alejarse todo lo posible de la mirada del gobierno militar de entonces y se instalaron en Santa Cruz, 2.600 al sur de la capital. Río Gallegos, la ciudad patagónica donde había nacido Néstor Kirchner, fue también la base política desde la que la pareja comenzó a amasar dinero y poder fuera del radar de Buenos Aires.
Eran casi unos desconocidos cuando en 2003 Néstor llegó a la presidencia de una Argentina devastada por la crisis política y social del corralito. Así nació el kirchnerismo, una corriente a la izquierda del peronismo tradicional —y en las antípodas ideológicas, por ejemplo, del peronismo ultraliberal encarnado por Carlos Menem en los noventa— que impulsó la reactivación de los juicios contra los delitos de lesa humanidad y una agenda de derechos sociales como la asignación universal por hijo, el matrimonio gay y la ley de identidad de género, entre otros.
En su primer mandato presidencial, entre 2007 y 2011, Cristina Kirchner se enfrentó al campo argentino, el motor de la economía, en un pulso por el aumento de los impuestos a las exportaciones que finalmente perdió. Tuvo que lidiar también con los coletazos de la crisis mundial de 2008-2009, pero el mayor golpe fue personal: la muerte repentina de su esposo en 2010. Cuenta que la imagen de mujer fuerte y dura que la caracteriza se acrecentó en aquellos días difíciles en los que tuvo que hacer duelo mientras veía cuestionado su liderazgo. “Sentí que me iban a venir encima y me iban a despedazar”, contó en una entrevista televisiva en 2017.
Los argentinos revalidaron su mandato en 2011 por otros cuatro años con el 54% de los votos. El gran apoyo popular le garantizó el control del Congreso, pero su estrella comenzó a declinar con rapidez a medida que se deterioraba la economía y cobraban fuerza las denuncias por corrupción y las críticas a su estilo soberbio. A medida que la figura de Kirchner se debilitaba, aparecían voces críticas dentro del peronismo, sobre todo entre los gobernadores, obligados hasta entonces a acatar los mandatos de la Casa Rosada sin derecho al pataleo.
Sin un heredero político natural y muy desgastado tras 12 años en el poder, el kirchnerismo postuló a un peronista conservador, poco aceptado por sus bases, Daniel Scioli. Fue en vano: cayó derrotado por el liberal Mauricio Macri. Cuando la daban por retirada, Kirchner pateó para las elecciones de 2019 el tablero político y decidió acompañar como vicepresidenta a Alberto Fernández, su ex jefe de Ministros y con quien llevaba años distanciado. El kirchnerismo volvió al poder, pero ya no fue el mismo.
En agosto de 2022, un fiscal pidió contra Kirchner 12 años de cárcel por la llamada causa Vialidad, una investigación por el redireccionamiento de obra pública en Santa Cruz. La expresidenta denunció entonces una persecución y cada noche una multitud se reunió frente a su piso en Buenos Aires para aclamarla. El 1 de septiembre, un hombre se mezcló entre la gente y gatilló un arma a centímetros de Kirchner. La bala no salió. Tres meses después, los jueces de la causa Vialidad condenaron a Kirchner por corrupción.
Fue mucho para la expresidenta. La condena y el atentado fallido, unido al desastre que resultó la experiencia Alberto Fernández, abrieron la puerta del poder a Javier Milei, un vociferante polemista de televisión que llegó a la Casa Rosada armado de una motosierra. Es en este escenario que llegó el fallo de la Corte Suprema. Kirchner es ahora la primera presidenta argentina con una sentencia firme en su contra y prisión efectiva. Lejos está ella, sin embargo, de firmar su epitafio político.