Este domingo, el presidente salvadoreño Nayib Bukele cumplirá seis años en el poder, el último de ellos por encima de lo que establece la Constitución. Lo hará en el punto más alto de su reciente escalada autoritaria, tras encarcelar en mayo al menos a 15 críticos de su Gobierno y provocar la huida de una docena de periodistas y activistas por miedo a represalias. Lo hará también con el 2,6% de la población adulta del país encarcelada y el 74% de ella con miedo a expresar su opinión, según una encuesta reciente, y con el 80% del apoyo de la población. Es decir, lo hará con la mayoría del país aplaudiéndole, mientras lo observa de reojo, con la mirada furtiva.
En solo 12 años, Bukele ha pasado de ser un publicista y gerente de una discoteca a un presidente todopoderoso en El Salvador y uno de los políticos más influyentes del mundo. A sus 43 años, ha consolidado un poder absoluto en el pequeño país centroamericano, demoliendo la institucionalidad desde dentro y sustituyendo el sistema por uno centrado en su figura. Aunque su perfil autoritario se ha consolidado en los últimos años con la implementación del régimen de excepción y más recientemente con el respaldo del presidente Donald Trump, su estrategia empezó mucho antes.
En seis años, Bukele ha logrado aplastar, uno por uno, los estamentos más poderosos del país: los partidos tradicionales, la élite empresarial histórica y las temidas pandillas. Lo ha hecho aplicando una fórmula que le ha resultado implacable: hacer alianzas y destruir desde dentro.
Su carrera política comenzó en 2012, cuando se convirtió en alcalde de Nuevo Cuscatlán, un pueblo de 15,6 kilómetros cuadrados, menos de dos veces el tamaño de Central Park de Nueva York, que no tenía gran valor político en la agenda nacional de El Salvador. Llegó como un outsider recién integrado al partido de izquierda, el FMLN, a quien antes le había prestado sus servicios de publicidad. Pronto empezó a usar ropas rojas y coreaba La Internacional. Tres años después, en 2018, bajo la misma bandera, se convirtió en alcalde de la capital, San Salvador y, aunque nunca fue parte de la dirigencia, llegó a ser uno de los políticos más reconocidos de ese partido. Una reciente investigación periodística publicada por El Faro ha revelado que entonces Bukele se alió con las pandillas Barrio 18 y MS-13 para llegar a ser alcalde.
Cuando estaba al frente de la capital, se empezó a distanciar del partido y a impulsar su propia figura señalando de corrupción a sus dirigentes. Una corrupción que, si bien era cierta, ya se conocía desde antes de que se lanzara a la alcaldía. En 2017, fue expulsado del FMLN y pintó con fondos públicos cada obra y vistió a cada empleado de la municipalidad de un color turquesa claro, que más tarde se convertiría en el color de su propio partido, Nuevas Ideas, fundado oficialmente un año después.
Entonces, Bukele aplastó al izquierdista FMLN, a la extrema derecha ARENA y a los demás partidos de oposición. Se convirtió en presidente por primera vez en 2019 ondeando como principal consigna encarcelar a todos los corruptos y obligarlos a que devolvieran “lo robado”, pero acuerpado por un partido manchado por corrupción, GANA, una escisión de ARENA, ya que no pudo competir con su partido debido a bloqueos del tribunal electoral.
2021: la consolidación del poder
Dos años después, en 2021, ya con el poder presidencial y una imagen extremadamente popular, Bukele ganó la mayoría en la Asamblea Legislativa con su propio partido. Con el control del legislativo, destituyó al fiscal general que lo investigaba sus presuntos pactos con pandillas y tomó control del órgano judicial, destituyendo a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y, de forma ilegítima, puso a los suyos que más tarde reinterpretarían la Constitución para permitir su reelección.
Con el control total de los tres poderes del Estado, continuó aplastando a los partidos de oposición, les asfixió financieramente para las elecciones de alcaldes, diputados y la presidencial de 2024 y provocó el exilio de varios de los máximos dirigentes del FMLN y ARENA, los dos partidos que habían gobernado el país entre 1989 y 2019.
Al mismo tiempo que destruyó los partidos tradicionales, convirtió al país en un lugar ideal para una nueva élite empresarial y en un territorio hostil para la tradicional. Hijo de una familia millonaria, Bukele desplazó a la cúpula económica histórica de El Salvador, de origen agroexportador, y la sustituyó por una más cercana a su partido y a sus ideales. Además, atrajo a extranjeros que querían invertir en criptomonedas o tecnología y ofreció beneficios fiscales a las nuevas riquezas, dejando por fuera a la empresa tradicional. Atacó a empresarios que habían sido opositores políticos y aumentó la recaudación fiscal, al mismo tiempo que procesó penalmente a más de una decena de empresarios que presuntamente habían evadido impuestos.
El tercer estamento más poderoso que Bukele aplastó fueron las pandillas. Aunque su narrativa oficial sostiene que las erradicó con mano dura, hay evidencias de que negoció con la MS-13 y el Barrio 18 desde antes de llegar a la presidencia. En 2014, antes de ser alcalde de San Salvador, se acercó a estas estructuras a través de uno de sus principales operadores, Carlos Marroquín, según han revelado investigaciones periodísticas.
De hecho, cuando era alcalde llegó a decir que la represión era un antídoto fácil para solucionar el crimen, pero que no serviría a largo plazo y abrió una oficina de Reconstrucción del Tejido Social. Liderada por Marroquín, se vendía como el brazo amigo en las comunidades más pobres y las más asediadas por las pandillas. Pero en realidad, servía para dar favores a las pandillas, para acercarse a ellas, según publicó recientemente El Faro.
Una semana antes de que tomara posesión como presidente, en mayo de 2019, un portavoz de la MS-13 dijo en una entrevista que confiaba “en Dios y en Nayib Bukele”. En los primeros años de su Gobierno, las principales pandillas que sembraron el terror en el país durante los últimos 20 años y causaron decenas de miles de muertes y desapariciones en El Salvador habían sufrido varias rupturas internas y estaban debilitadas. En marzo de 2022, la MS-13 asesinó en solo tres días a 87 personas en todo el país. Ante ello, Bukele cambió la estrategia y emprendió una arremetida brutal en su contra. Esto, según investigaciones periodísticas, se debió a la ruptura de un pacto que Bukele venía tenía con las estructuras criminales, al menos desde 2014.
En los últimos tres años, Bukele ha destruido otros estamentos menos poderosos, pero no menos importantes, que hacían contrapeso a su poder. Empezó con los sindicatos, a quienes cooptó desde dentro, instaurando como ministro de trabajo a uno de los más poderosos sindicalistas a nivel nacional, Rolando Castro. El resultado: un movimiento sindical dividido y paralizado, al punto de que su poder dentro de las instituciones del Estado ahora es casi nulo.
Paralelamente, el bukelismo ha desfinanciado la Universidad de El Salvador, la única pública del país, que ha llegado a anunciar no tener fondos ni para pagar la luz. Y ha atacado a otro sector poderoso y que en el pasado fueron sus aliados: los vendedores informales. Uno de sus proyectos insignia ha sido la restauración del centro histórico de San Salvador. Para remodelarlo y convertirlo en centro turístico y de inversión, tenía un problema: cerca de 30.000 vendedores ambulantes que habitaban permanentemente cada una de sus calles. Este grupo poderoso, que en el pasado había amenazado con quemar la alcaldía ante intentos de desalojos, comenzó a ser desalojado sin hacer ningún desorden, ni levantar la voz. Se retiraron mansos y cabizbajos o correteados por agentes de la policía municipal. Según ha dicho a este medio uno de los más prominentes líderes del sector, Bukele lo logró usando su arma más temible: el régimen de excepción.
Desde el inicio de esta medida de emergencia que en El Salvador ya se extiende por más de tres años, Bukele también ha atacado a cuanta organización de derechos humanos que ha criticado sus medidas, tachándolas de ser afines a las pandillas y más recientemente asfixiándolas con una nueva ley de agentes extranjeros, con la que podrá decidir cuál de ellas puede seguir trabajando o no en el país.
En el último mes, Bukele ha ordenado la captura de líderes comunitarios, campesinos y defensores de derechos humanos. Además, ha acentuado sus ataques y amenazas contra los medios de comunicación, a los que tilda de injerencistas, o de confabular con las pandillas sin mostrar ni una sola prueba. La situación es especialmente crítica para los medios independientes como El Faro, que, entre otros asuntos, reveló sus negociaciones con las pandillas. El presidente los acusó de lavado de dinero durante una cadena nacional y se ha convertido en foco de persecución, al grado que siete de sus periodistas han tenido que irse del país.
En doce años, Bukele construyó una estrategia de acercarse, hacer alianzas y destruir desde dentro a sus enemigos. Hasta ahora se ha metido en el corazón de los salvadoreños, manteniéndose como una figura querida por la población. Sin embargo, su perfil amigable y el aire fresco que lo rodeaba está cambiando hacia una imagen más autoritaria y represiva. En su sexto año, aún goza de una gran aprobación, pero con las más recientes capturas de las voces críticas deja indicios claros por dónde podrían ir las cosas si su popularidad empiece a bajar.