La misma escena se repite cada mañana y cada tarde desde hace varios meses. Los colonos, a veces solamente dos o tres, llegan a la aldea beduina de Ras ‘Ein al ‘Auja, en el este de Cisjordania, con varias decenas de ovejas. A menudo no van armados y no amenazan directamente a las familias beduinas que viven en esta zona del sur del valle del Jordán desde hace décadas; simplemente dejan que los animales pasten y campen a sus anchas durante un buen rato. Y después se van. Los lugareños intentan contenerse ante la provocación, porque saben que si pierden la paciencia, les empujan o increpan, decenas de colonos bajarán en cuestión de minutos del asentamiento israelí que está a escasos 600 metros y ellos podrían acabar heridos, detenidos o con su casa en llamas, como ya ha ocurrido con otros pastores en pueblos vecinos y han documentado ONG, activistas y organismos de la ONU.
“Alguien tiene que encontrar la manera de protegernos, por favor. Esta tierra es mía, la compré hace 30 años, tengo todos los documentos que lo demuestran”, suplica, casi a modo de saludo, Odeh Amriyin, un beduino de 75 años que fue pastor nómada hasta instalarse en Ras ‘Ein al ‘Auja, donde hoy viven 120 familias.
El hombre aún está nervioso por lo ocurrido esa misma mañana, cuando colonos con ovejas y cabras llegaron hasta la puerta de su casa y varios activistas israelíes contrarios al Gobierno de Benjamín Netanyahu, que intentan defender a los habitantes de la aldea con su presencia, llamaron a la policía. “Pero para cuando llegaron ya habían sacado al ganado de mi terreno. ¿Y qué pasó? La policía me pidió explicaciones y documentación a mí“, lamenta.
“Les enseñamos vídeos de lo sucedido, todo quedó grabado, pero les dio igual”, corrobora Yael Sela, activista israelí que lleva dos años como voluntaria en la organización Looking the occupation in the eye (Mirando la ocupación a los ojos).
En esta zona del valle del Jordán, dónde existen abundantes recursos hídricos y un enorme potencial agrícola, industrial y turístico, no hay grandes ciudades palestinas, sino espacios abiertos poblados principalmente por beduinos que fueron expulsados hace décadas por Israel del desierto del Neguev. Y también colonias israelíes. Algunas grandes, como Rimonim o Kochav Ha’shachar, instaladas en los años 70 de manera estratégica en esta zona y de las que han brotado, como tentáculos, otras más pequeñas. A veces un par de familias de pastores, instaladas en caravanas o tiendas de campaña, a las que se van uniendo más personas. Son los llamados outpost o embriones de colonias, asentamientos provisionales que en muchos casos acaban siendo permanentes y que nacen sin autorización expresa del Estado israelí.
Desde octubre de 2023, cuando Hamás perpetró los atentados en territorio israelí que costaron la vida a 1.200 personas, el número de asentamientos y los ataques contra los lugareños en el valle del Jordán se han multiplicado. En 2024, unos 60 nuevos outposts surgieron en Cisjordania, una cifra nunca vista antes que supera la media de siete anuales registrada en los últimos 20 años, según cálculos de la ONG israelí Peace Now. Los habitantes de 40 comunidades palestinas se han visto forzados a dejarlo todo y desplazarse por la presión de los colonos, calcula B’Tselem, otra organización antiocupación israelí.
En toda Cisjordania, la expansión de los asentamientos israelíes es un hecho. En estos días, y pese a la presión internacional, Israel ha aprobado la construcción de unas 3.400 viviendas en una nueva colonia que fracturará de facto Cisjordania en dos mitades, con el objetivo de enterrar la idea de un Estado palestino.
“Hasta que no puedan más y se vayan”
Dos o tres familias ya se han marchado de Ras ‘Ein al ‘Auja debido a la presión de los colonos, y este mediodía de agosto varias personas están metiendo grandes bolsas en un coche para ir trasladando poco a poco a otro lugar sus objetos de valor. Amriyin sirve un té hirviendo en un vaso de cristal rayado y pegajoso y los mira en silencio desde lejos.
“Siento miedo al verlos marchar. Se van porque viven en una casa más aislada y si los colonos vienen por la noche y les atacan, nadie va a escuchar que piden ayuda. Si no fuera porque están los activistas aquí, yo también me habría ido ya”, afirma.
Ras ‘Ein al ‘Auja es la comunidad beduina más importante de la llamada área C, zona que representa el 60% de Cisjordania y que está controlada totalmente por Israel. Mirando un mapa y los desplazamientos de aldeas beduinas en los últimos dos años, parece claro que la aldea es una de las siguientes en la lista.
Vienen por la noche y abren los grifos de agua para vaciar los depósitos, En agosto de 2024 me robaron mis ovejas. 305 en total. Denuncié, pero no pasó nada
Odeh Amriyin, habitante de Ras Ein al Auja
“La idea es llenarles de miedo, que [los beduinos] sientan que están solos y desprotegidos. Hasta que no pueden más y se van”, lamenta otro activista de una ONG israelí contraria a la ocupación, presente en el pueblo.
De enero a junio de 2025, la ONU documentó 740 ataques de colonos contra palestinos en 200 comunidades de Cisjordania y casi 500 palestinos heridos, un 70% de ellos por colonos israelíes.
En Ras ‘Ein al ‘Auja, hace tiempo que la presencia de los colonos impide a los beduinos mantener su tradicional forma de vida: llevar a pastar a las ovejas, acceder a las fuentes de agua naturales o dormir tranquilos sabiendo que nadie robará el rebaño. A la entrada de la aldea, en una canalización de agua para los animales hoy totalmente seca, se ha pintado una estrella de David, símbolo del judaísmo, y esta inscripción en hebreo: “Volvimos a los pozos de agua”.
Amriyin busca la exigua sombra de un árbol para protegerse del inclemente sol. “Vienen por la noche y abren los grifos de agua para vaciar los depósitos. En agosto de 2024 me robaron mis ovejas: 305 en total. Denuncié, pero no pasó nada. A mi vecino le robaron 1.000. No puedo construir ni un gallinero porque lo demolerían al día siguiente”, prosigue.
En su casa, formada por cuatro paredes sin apenas revestir, cubiertas con chapas de aluminio y lonas blancas, malviven 24 personas. Sus hijos trabajan como temporeros en granjas palestinas cercanas y gracias a eso sobreviven. Hasta cuándo es la pregunta que flota en el aire durante la conversación. “Yo me iría mañana mismo a Jericó, cerca de una ciudad, para que nunca más me echen, pero esta es mi tierra y no se lo voy a poner fácil a los colonos. Voy a quedarme hasta el final”, responde el anciano.
Los colonos y el Gobierno comparten un objetivo claro y declarado: la limpieza étnica a gran escala en Cisjordania como parte de los planes de anexión
ONG israelí B’Tselem
Respaldo del Gobierno
Activistas y ONG antiocupación insisten en que los habitantes de estos asentamientos no son grupos de extremistas que actúan por su cuenta, sino “que forman parte de la política israelí” porque “cuentan con el apoyo de las fuerzas de seguridad y con la financiación de ministerios y agencias públicas”, en un momento en el que el Gobierno de Netanyahu es el más ultraderechista y abiertamente favorable a la colonización de la historia de Israel.
“Los colonos y el Gobierno comparten un objetivo claro y declarado: la limpieza étnica a gran escala en Cisjordania como parte de los planes de anexión”, explican a este diario portavoces de la ONG israelí B’Tselem.
En esta zona del valle del Jordán, primero fueron Ein Samia, Mughayer Al-Deir, Al-Muarrajat y otras pequeñas comunidades que ni siquiera salieron en la prensa. Todas a lo largo de la llamada carretera Allon, que cruza Cisjordania de norte a sur. Es un área estratégica para Israel desde hace décadas, independientemente de quién gobierne, y en torno a ella se han construido colonias desde los años 70.
“Restablecimos la seguridad y el control judío sobre estos territorios que nos fueron robados”, celebró uno de los colonos que participó en mayo en la expulsión de los habitantes de un pueblo beduino, en un mensaje en la red social X.
Estoy al 99% seguro de que me voy a tener que ir, pero no sé dónde me marcharé esta vez
Mustafá Kaabne, beduino desplazado
Mustafá Kaabne fue uno de los expulsados de Ein Samiya, otra de las aldeas desmanteladas, donde hay una fuente de agua natural que según los activistas explicaría el interés de los colonos. Se sintió tan hostigado y tan vulnerable ante ellos que después de meses de acoso se fue. Ahora vive en otro pueblo, Al Mughayir, pero el problema continúa.
“Parece que nos fueran siguiendo. Hay un outpost a menos de un kilómetro, y de las 27 familias que estábamos ya solo quedamos 12″, cuenta este hombre, que tiene 100 ovejas que ya no pueden salir a pastar y a las que hay que traer comida, con los gastos que eso supone.
La cita es en una gasolinera, en mitad de ninguna parte, porque la situación en el pueblo es complicada y una presencia extraña solo empeoraría las cosas. Los colonos les han dado una semana de plazo para que se vayan, el tiempo ya ha expirado y la angustia le consume. “Tengo miedo de que me roben las ovejas y nos hagan daño. Mis hijos no duermen, mi esposa no sale de casa… Estoy al 99% seguro de que me voy a tener que ir, pero no sé dónde me marcharé esta vez”, concluye.