Los Ángeles, California. No reconozco las calles. Están llenas de autos quemados, de miembros de la Guardia Nacional armados para la guerra, de edificios heridos con grafiti que grita una y otra vez obscenidades contra Trump y contra ICE, la policía migratoria. Pero lo que sí reconozco entre los miles de manifestantes que se han rebelado a las políticas persecutorias del presidente Donald Trump son las banderas mexicanas; es ese verde, blanco y colorado que aprendí a respetar y a querer de niño en México, antes de emigrar a Estados Unidos. Esas banderas ondean entre gases lacrimógenos y esa brisa helada que suele regalar el pacífico antes de que se ponga el sol.
Hay muchas fotos de manifestantes cargando la bandera mexicana o, incluso, cubriéndose el cuerpo con ella, como si los abrigara y protegiera de las balas de plástico de la Guardia Nacional. Pero vi una que se hizo viral —¿quién determina eso?— en la que un joven encapuchado se para sobre el techo de un auto quemado y suelta al aire en toda su extensión la bandera tricolor, mientras mira desafiante a los policías que se le acercan. ¿Héroe o villano?
La presencia de las banderas mexicanas en las protestas proinmigrantes pone muy incómodos y nerviosos a los estadounidenses más conservadores. Es, dicen, señal de división; si tanto les gusta su bandera, que se regresen a su país de origen. Esas banderas alimentan los argumentos más tradicionalistas, trumpistas, de que Estados Unidos está siendo invadido por extranjeros y hay que echarlos a como dé lugar.
Pero la alcaldesa de Los Ángeles, Karen Bass, se rio cuando le pregunté si las banderas mexicanas causaban división en su ciudad. “No es deslealtad”, me dijo. “Están orgullosos de su origen”. Se refería a ese 47% de la población angelina que es latina y, en su mayoría, mexicana. Un dato más: la tercera parte de todos los habitantes de Los Ángeles nacieron en otro país. Por eso Los Ángeles huele tanto a México.
Los Ángeles fue una ciudad mexicana hasta la guerra de 1848, en que México perdió la mitad de su territorio y una buena parte de su falsa vanidad. Y mucho antes del letrero de HOLLYWOOD, de los mitos de La La Land y de que se convirtiera en destino de buscadores de oro y fama, era conocida por el larguísimo nombre del Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles del Río Porciúncula.
Así que no debe sorprender a nadie que estas banderas mexicanas se hayan convertido en un símbolo de orgullo y de desafío durante las protestas anti-Trump. Es como decir: este también es nuestro país.
Los Ángeles es una ciudad valiente que se ha atrevido a decir lo que otras callan y a rebelarse contra el Gobierno federal, ese que hoy está dirigido por un presidente cuya madre y esposa son inmigrantes pero que quisiera expulsar a los 14 millones de extranjeros que viven a su alrededor sin papeles. Deportar a tanta gente es imposible. Por eso ahora el objetivo del Gobierno federal es deportar o arrestar a 3.000 indocumentados por día. Ese intento ha desatado el terror.
Y eso es exactamente lo que ha ocurrido en Los Ángeles. La ciudad tiene a un millón de indocumentados y a otro millón que sí está legalmente en el país pero que vive en la misma casa de alguien que no tiene documentos. Esto me lo contó Angélica Salas, directora ejecutiva de CHIRLA, una organización que lleva décadas luchando por los derechos de los inmigrantes. En un rápido cálculo, Angélica cree que en solo cuatro días los agentes migratorios realizaron al menos 16 operaciones de búsqueda de migrantes en la zona de Los Ángeles y detuvieron a unas 300 personas. Imposible corroborarlo porque ICE no quiere dar información de muchos de los detenidos.
Pero yo hablé con varios de sus familiares y traigo el corazón partido: Jazlín tiene 18 años y el día de su graduación de high school su papá, Joel, no pudo ir porque la migra lo agarró en el carwash donde trabajaba; Oscar laboraba en una tienda de ropa y solo le dieron un minuto en la cárcel para avisarles por teléfono a sus familiares zapotecas que había sido detenido; Cari está embarazada de 39 semanas y va a dar a luz sola, por primera vez, porque a su pareja le rompieron el vidrio de la camioneta y unos agentes se lo llevaron a jalones a quién sabe dónde; al hijo de María, ciudadano estadounidense, lo están acusando de interferir en una redada de ICE solo por tratar de ayudar a dos de sus compañeros y ella no sabe dónde está…
No reconozco a este país.
Como todo inmigrante, recuerdo perfectamente el momento en que llegué a Estados Unidos. Fue un 2 de enero de 1983. Todo lo que yo tenía —una guitarra, una maleta y mis documentos de estudiante— los podía cargar en mis brazos. El sentimiento de libertad era sobrecogedor.
Me iba de un país sin democracia y llegaba a otro donde criticar al presidente era el deporte nacional. Ronald Reagan estaba en la Casa Blanca y no había día en que no le pegaran en la televisión. Y a los periodistas no les pasaba nada. “Aquí quiero vivir”, pensé.
Me quedé. Los Ángeles fue mi trinchera y me abrazó, y yo a ella. Esta ciudad me cuidó como si yo no tuviera familia. Terminé mis estudios en UCLA, conseguí mi primer trabajo en televisión y, sobre todo, me tragué ese mantra tan americano de que en este país todo es posible.
Vine por un año y ya llevo aquí más de 40. Pero este país me trató extraordinariamente bien. A mí y a mis hijos. Hemos tenido oportunidades que jamás habríamos imaginado en otro lugar.
Sin embargo, ahora entiendo que soy un inmigrante afortunado. Muchos de los que han llegado después de mí no han corrido con la misma suerte. Desde 1986 no existe una reforma migratoria en Estados Unidos y, por lo tanto, hay varias generaciones que se han quedado al margen de la legalidad y ahora están siendo perseguidas.
Con Trump se está acabando esa tolerancia a la diversidad y ya no oigo tanto ese grito de orgullo de que somos una nación de inmigrantes. Lo somos. Pero ahora hay grandes esfuerzos gubernamentales para sacar a millones de extranjeros y prohibirles la entrada a millones más.
A pesar de todo, no he perdido ese terco optimismo en mi alma de inmigrante. Camino las calles de Los Ángeles —mi ciudad— y sé que algo nuevo está naciendo. Ese espíritu indomable de Los Ángeles, siempre rebelde, que tanto admiré a mi llegada hace cuatro décadas, está ahí en medio de las protestas y las banderas. Esta es una ciudad que lleva la promesa en el nombre.
Jorge Ramos, periodista mexicano afincado en Estados Unidos, presentó hasta diciembre de 2024, y durante casi cuatro décadas, el Noticiero Univisión. El pasado marzo fue galardonado con el premio Ortega y Gasset a la trayectoria profesional.