A primera vista, los alrededores del puerto de Oslo en una tarde soleada de septiembre parecen sacados de una postal. Algunos valientes se zambullen en el frío mar del Norte tras una sesión de sauna; otros se deslizan a gran velocidad en el agua con esquíes acuáticos mientras esquivan a decenas de kayaks. Las terrazas junto al museo de Edward Munch rebosan de comensales y marisco. Desde el tejado del imponente edificio de la Ópera, cientos de turistas contemplan el paisaje: un fiordo majestuoso salpicado de embarcaciones, una imagen casi perfecta que solo queda empañada por las grúas del puerto; esas que con cada vez más frecuencia descargan contenedores con cocaína bajo la atenta mirada de bandas criminales suecas que se expanden por Noruega.
“No estamos preparados para afrontar esto”, admite Karin Tandero Schaug, presidenta del sindicato de Aduanas de Noruega, en referencia a lo que algunos medios locales han calificado como “un tsunami de cocaína”. Tandero Schaug señala la pandemia como el punto de inflexión: “Entre finales de 2021 y principios de 2022 percibimos claramente un aumento. Entre los jóvenes, en la jet set, en distintos entornos sociales, el consumo de cocaína se estaba normalizando en las fiestas”. La líder sindical asegura que se lanzaron señales de alerta, pero que pasó más de un año hasta que la clase política reaccionó.
Su compañero Rune Gundersen recuerda que fue en marzo de 2023 cuando el asunto irrumpió en los medios de comunicación, tras la incautación de 820 kilos de cocaína en un contenedor de plátanos procedente de Sudamérica. “Nunca habíamos visto nada parecido. Estábamos acostumbrados a interceptar pequeñas cantidades, sobre todo para consumo propio, pero no kilos”, dice. El año cerró con 2,3 toneladas decomisadas, más que en todo el decenio anterior.
Los agentes aduaneros se sienten desbordados: carecen de recursos y personal suficiente para hacer frente a la avalancha de cocaína. Solo cuentan con un escáner capaz de inspeccionar contenedores completos en Oslo, que deben compartir entre varios puertos. Tras una etapa de recortes, en la que estuvieron a punto de tener que desprenderse de varias embarcaciones, el presupuesto del servicio de aduanas se ha incrementado en 2025, lo que ha permitido un cierto refuerzo, entre otras cosas, con la adquisición de otro escáner —“aunque no estará operativo hasta dentro de dos años”, lamenta Gundersen—. A pesar del aumento presupuestario, Tandero Schaug resalta que muchos agentes se jubilarán en los próximos años y que no se está formando a suficientes jóvenes para garantizar el relevo generacional.
La alcaldesa de Oslo, la conservadora Anne Lindboe, reconoció hace unos meses que el puerto de la capital noruega se había convertido en “uno de los preferidos en Europa por el crimen organizado”; y admitió que las medidas de control y seguridad actuales son insuficientes.
La droga, sin embargo, no entra únicamente por el puerto de Oslo y en grandes cantidades. También llega a través de distintos puntos de la costa, de los aeropuertos o de los más de 1.600 kilómetros de frontera terrestre con Suecia, por las decenas de carreteras que conectan los dos países, “o incluso en motos de nieve, con esquíes o a pie”, sostiene Tandero Schaug.
Para tratar de poner coto a las actividades criminales transfronterizas, la semana pasada se inauguró una comisaría conjunta en plena frontera entre el territorio noruego y el sueco. El solemne acto contó con la presencia de la princesa Victoria de Suecia y del príncipe Haakon de Noruega. Y es el último de los pasos que se han dado en la estrategia para reforzar la cooperación entre los países nórdicos con el objetivo de frenar la expansión de las bandas criminales suecas.
La policía noruega admite en su último informe anual sobre amenazas de redes criminales que las bandas suecas ya operan en todas las regiones del país. Dinamarca anunció el año pasado un refuerzo de los controles policiales en la frontera con Suecia. Islandia también se enfrenta a su propio tsunami, con varias incautaciones en los últimos meses sin precedentes en la historia del país, tanto por las cantidades como por el nivel de pureza de la droga.
El ministro de Justicia danés, el socialdemócrata Peter Hummelgard, declaró al justificar el endurecimiento de los controles fronterizos con el país vecino: “La realidad ahora mismo es que no solo Dinamarca sino grandes partes de los países nórdicos están padeciendo las consecuencias de las políticas fallidas de inmigración e integración aplicadas en Suecia, y nos tomamos este asunto con la máxima seriedad”.
Normalización entre los jóvenes
El aumento de la entrada de cocaína en Noruega queda reflejado en multitud de estadísticas. El consumo entre los jóvenes de 15 a 34 años es el tercero mayor del continente, solo por detrás de Países Bajos e Irlanda, según el último informe de la Agencia Europea sobre Drogas. Un estudio de esta misma entidad, basado en el análisis de las aguas residuales, reveló que el consumo de cocaína en Oslo se ha triplicado desde el final de la pandemia. Y, según una encuesta de Ipsos, una cuarta parte de los noruegos de entre 16 y 19 años considera que el polvo blanco es tan común como el alcohol en las fiestas.
Además, un informe del Instituto Noruego de Salud Pública de finales de 2024 subraya que el 17% de los chicos (y el 8% de las chicas) que estudiaban el último curso de educación secundaria consumió esta droga durante ese año. El número de ciudadanos en tratamiento por adicción a la cocaína también se ha disparado en el país escandinavo.
No solo son cifras. La abundancia de droga en Noruega también se refleja en las calles, especialmente en el barrio de Groenlandia, en pleno centro de Oslo. Un distrito de poco más de 10.000 habitantes, la mayoría de origen extranjero, que se ha convertido en el epicentro del tráfico de estupefacientes en el país escandinavo. “Es el sitio de Noruega donde se vende más droga”, sostiene Gundersen. En torno a las bocas de metro, y pese a la frecuente presencia de coches patrulla, a casi todas horas hay jóvenes —y no tan jóvenes— que ofrecen hachís y cocaína a los viandantes. Muchos se desplazan en patinete eléctrico y o bien no llevan la droga encima o portan cantidades ínfimas, para evitar problemas serios con la policía.
No hace falta, sin embargo, ir a Groenlandia para conseguir droga en Oslo. “La mayoría de los jóvenes la compran a través de redes sociales o aplicaciones de mensajería instantánea, como Snapchat”, subraya Tandero Schaug. “Conseguir cocaína es más fácil que comprar alcohol: nadie va a comprobar la mayoría de edad. Y te llega a casa más rápido que una pizza a domicilio”, sintetiza la líder del sindicato aduanero.
El desafío, reconocen las autoridades, no es solo contener el flujo de droga, sino frenar una normalización que ya ha calado en la sociedad noruega. Tandero Schaug se pregunta cuál será la situación dentro de cinco años. No descarta que los agentes de aduanas noruegos comiencen a portar armas, como ocurre en Suecia desde el pasado diciembre. Aun así, confía en que se logre cambiar la tendencia: “Aspiro a que, al menos, comprar cocaína vuelva a ser como cuando yo era joven; que se necesiten algunos contactos, que haya que hacer un mínimo esfuerzo para conseguirla”.