Ninguna revuelta social nace de una sola causa, y mucho menos una con la furia mostrada en Nepal. Fue una reciente prohibición de las redes sociales lo que llevó a los jóvenes a tomar las calles de Katmandú, la capital de este país del Himalaya, pero los manifestantes acudieron a la llamada con una larga lista de agravios que se han ido acumulando a lo largo de los años.
La desconfianza hacia una élite política aferrada al poder se ha ido gestando durante lustros, alimentada por la corrupción endémica, la precariedad y la falta de oportunidades para los jóvenes. Aproximadamente 1.700 personas abandonan el país a diario por motivos laborales y 100.000 alumnos lo hacen anualmente para cursar sus estudios, según datos oficiales citados por el diario Annapurna Express. Las remesas se han convertido tanto en sostén de la economía como en reflejo del fracaso interno. A eso se suma la frustración de una generación que ha crecido conectada al mundo a través de internet y que, al ver cercenado ese espacio de libertad, sintió que se le arrebataba lo único que le quedaba: su voz.
El lunes, las protestas pacíficas contra la corrupción convocadas por la llamada generación Z (nacidos entre finales de los noventa y principios de la década de los 2010) derivaron en choques violentos con las fuerzas de seguridad cuando los manifestantes intentaron acceder a los centros de poder, como el Parlamento. La contundencia policial, denunciada por quienes la sufrieron y por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, dejó al menos 30 muertos y más de 400 heridos.
Las manifestaciones se intensificaron el martes, a pesar del toque de queda decretado por las autoridades. El Gobierno dio marcha atrás a la prohibición que originó las protestas y el primer ministro, Khagda Prasad Sharma Oli, se vio forzado a dimitir, pero los ánimos no se calmaron.
“Si derramar sangre es bueno para nuestro futuro, entonces he hecho bien en participar en las protestas”, aseguró a Reuters Suman Rai, de 20 años, desde la cama del hospital donde yacía con la cabeza y la muñeca izquierda vendadas.
Turbas de ciudadanos furiosos se lanzaron en busca de líderes políticos con intención de hacerles rendir cuentas; irrumpieron en el Parlamento y prendieron fuego al edificio; hicieron lo mismo con el del Tribunal Supremo, la Oficina de la Presidencia, y con la sede de Kantipur Media Group, el mayor conglomerado de prensa del país; incendiaron las casas de una veintena de ministros (el Ejército tuvo que evacuarlos) y la residencia privada del hasta ayer jefe del Ejecutivo. Todo retransmitido a través de redes sociales, donde circularon también imágenes de ex primeros ministros y sus familiares siendo atacados por los manifestantes.
Este miércoles, The Kathmandu Post publica un artículo en el que desvincula a la juventud movilizada de los episodios de vandalismo más graves. “Lo que el país está presenciando ahora no lo hace la generación Z”, afirmó uno de los manifestantes al citado periódico. “La anarquía, el caos, el derramamiento de sangre son obra de oportunistas, criminales y líderes fracasados que intentan manchar nuestro nombre”.
En redes llevaba semanas creciendo la campaña Nepo Kids (derivada de las palabras “nepotismo” y “niño” en inglés), dirigida contra los hijos de políticos y figuras influyentes del país acusados de enriquecerse gracias a la corrupción. Sus fotos haciendo alarde de mansiones, coches de lujo y viajes exclusivos ―mientras gran parte del país sobrevive con salarios ínfimos― se han convertido ahora en blanco de la ira de los manifestantes más jóvenes.
Para muchos nepalíes, los nepo kids encarnan la herencia de un sistema político que, desde la entrada en vigor de la Constitución de 2015 (que convirtió a Nepal en una república federal y secular), ha permanecido en manos de los mismos tres líderes en una rotación interminable de poder que bloquea la entrada de nuevas generaciones. Estos son Khagda Prasad Sharma Oli (el primer ministro forzado a cesar), Pushpa Kamal Dahal (actual líder de la oposición) y Sher Bahadur Deuba.
La ostentación de los hijos de esa élite no solo ha enfurecido a quienes carecen de oportunidades, sino que, además, ha puesto de relieve el fracaso de un régimen democrático que no ha sabido responder a las expectativas con las que nació la república. Transparencia Internacional, una organización independiente que supervisa la rendición de cuentas de los gobiernos, ha situado a Nepal entre las naciones más corruptas de Asia. Y tras una serie de escándalos de los que nadie ha asumido responsabilidades, la sensación de impunidad de la clase política ha calado hondo en la población.
A esa indignación se suma un malestar aún más profundo: la falta de trabajo y de oportunidades dignas. La tasa oficial de desempleo se situó en el 12,6% para el período 2022-2023, según la Encuesta de Estándares de Vida más actualizada, un dato que se dispara al 22,7% entre personas de 15 a 24 años. Son cifras que, además, tienden a subestimar la gravedad del problema, ya que dejan fuera a la mayoría de los nepalíes, que trabajan sin contrato en el sector de la agricultura. El Banco Asiático de Desarrollo estimaba que, en 2022, aproximadamente el 20,3% de la población vivía por debajo del umbral de pobreza.
Ante esa realidad, miles de jóvenes abandonan Nepal a diario en busca de oportunidades laborales en el Golfo Pérsico, Malasia o la India. Solo el año pasado lo hicieron más de 741.000 personas ―lo que supone un 4% de la fuerza laboral―, principalmente para trabajar como obreros o agricultores, de acuerdo con el Departamento de Empleo en el Extranjero, citado por medios locales. El resultado es una economía profundamente dependiente de las remesas: en 2023, representaron más del 26% del PIB, una cifra que supera con creces el promedio global, según un informe publicado por el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (IFAD).
Ahora se teme que el terremoto político en Katmandú tenga ramificaciones. Nepal, un país de 30 millones de habitantes encajado entre los dos más poblados del mundo, la India y China, depende de ambos gigantes para sostener su economía y garantizar su estabilidad. La renuncia del primer ministro ha dejado un vacío de poder sin un sucesor claro, y varios ministros se han visto obligados a buscar refugio junto a las fuerzas de seguridad. Pese al toque de queda, los reclamos de rendición de cuentas y reformas no hacen más que multiplicarse. Analistas citados por agencias internacionales advierten de que, si el Gobierno no ofrece una respuesta creíble, la revuelta podría intensificarse. Y esa inestabilidad podría añadir un nuevo factor de incertidumbre a un tablero regional ya marcado por rivalidades estratégicas.