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JABALÍ RADIO > Blog > Noticias > Un año de horror en Sinaloa: viaje por la batalla entre Los Chapitos y Los Mayos en la cuna del narcotráfico mexicano
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Un año de horror en Sinaloa: viaje por la batalla entre Los Chapitos y Los Mayos en la cuna del narcotráfico mexicano

Última actualización: septiembre 9, 2025 3:46 am
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2.3.4.5.MetodologíaCréditos

Cuando la guerra llegó a Culiacán, la ciudad lo intuía desde hacía semanas. Todo el mundo esperaba que fuera en jueves, broma local, también en casa de Heidy Mares y familia –hija, hermana, madre, todas bajo el mismo techo– que tenían marcados a fuego los jueves fatídicos del calendario cercano: el del culiacanazo, el que detuvieron a Ovidio Guzmán, el que secuestraron al Mayo Zambada… Todas aquellas jornadas compartían, además, las tremendas expresiones violentas del crimen local, grupos armados vinculados al cartel de Sinaloa, la gran maquinaria productora y exportadora de drogas del norte de México.

Por eso, aquella mañana, lunes 9 de septiembre de 2024, Heidy y su hermana Mariana desayunaban tranquilamente antes de ir a trabajar. La primera, en el instituto que gestiona las pensiones de los maestros del Estado; la segunda, en una floristería del centro. Eran alrededor de las 6.45, la hora dorada. El barrio del Mercadito, canalla, ruidoso, calles con tienditas y picaderos de droga, prostíbulos decadentes y casas de cambio sospechosas, se desperezaba en una calma áurea. Y entonces, de repente, empezaron los balazos. Una ráfaga, otra y otra más. Aún no lo sabían, pero la vida se partía de nuevo por la mitad, una brecha que se abría bajo el aroma del café caliente.

Era el inicio de la última guerra entre facciones del cartel, el fin a una “calma tensa”, como la llama Heidy Mares, de 32 años, esa sensación de que algo estaba por pasar, algo grave. A finales de julio, una de las facciones había organizado el secuestro de uno de los líderes históricos del narco local, Ismael El Mayo Zambada. Aquello fue solo el preámbulo de una traición mayor: sus captores lo metieron en una avioneta para llevarlo al norte de la frontera, donde lo entregaron a las autoridades de Estados Unidos, ansiosas por ponerle las manos encima. La identidad de los secuestradores agravaba aún más el asunto. En una carta que divulgó días más tarde, ya en prisión, Zambada culpaba a su propio ahijado, Joaquín Guzmán López, hijo de su socio de tantos años, El Chapo Guzmán, de organizar el secuestro.

Fachada del Hospital Civil de Culiacán tras un ataque la tarde del viernes 29 de agosto en Culiacán, Sinaloa.Mónica González Islas

Así que la cuestión no era tanto si habría guerra –como la hubo, ocho años atrás, entre la familia del Chapo y la de su viejo lugarteniente, Dámaso López; o antes, allá por 2008, entre los Guzmán y sus vecinos, los Beltrán Leyva; o antes aún, entre los primeros y los Arellano Félix; o la innumerable cantidad de batallas serranas que han visto los ranchos de Sinaloa, Durango y Chihuahua— sino cuándo empezaría, dónde ocurriría o cuánto duraría. El primer culiacanazo se había convertido en unidad de medida. En octubre de 2019, cientos de civiles armados habían tomado la ciudad a plena luz del día, respuesta de los hijos del Chapo al intento de detención de Ovidio Guzmán, uno de los hermanos. Hubo bloqueos, enfrentamientos, balaceras en decenas de barrios. Todo quedó grabado en vídeo. ¿Lo que venía sería como aquello, peor?

Una tarde, un año después, Heidy Mares recuerda aquel día con otro café en la mano. Ella y su familia ya no viven en el centro, se mudaron a un barrio de la zona norte. Lo hicieron a unos meses de que empezara la guerra. “Mi vecino vendía droga al menudeo” explica, “y tenía dos hijas, de mi edad y de la de mi hermana. Todo mundo nos confundía, en el mercado, otros vecinos… Se había convertido en un problema. Incluso él se había desaparecido unos días”, narra la mujer. El secuestro y la captura de Zambada cayeron como un neutrón en el núcleo de un metal pesado. Espacio compartido, Culiacán se fisionó. Se dividió en dos, los Mayos, por un lado, los Chapos, por otro, liberando una cantidad de energía extraordinaria, caótica.

En estos meses, los asesinatos han aumentado más del 200%. Si de septiembre de 2023 a agosto de 2024 apenas habían superado los 600, en el mismo periodo del año siguiente rebasaron los 1.800. Los casos de personas desaparecidas se han disparado igualmente a más de 2.000. Y muchos siguen sin aparecer. Una facción atacaba los negocios de la otra, legales e ilegales, sus casas. También a sus dealers. Empezó en Culiacán, pero luego se extendió a su amplia red de comunidades rurales. Y, de ahí, al resto de municipios, incluso a la turística Mazatlán, donde las denuncias por reclutamiento forzado se han multiplicado escandalosamente. Mientras tanto, el poder político ha quitado hierro al asunto. Muchos aún recuerdan al gobernador, Rubén Rocha, en aquellos primeros días de guerra, paseando junto al río en Culiacán, destacando la tranquilidad reinante, mientras la ciudad ardía.

En todo este tiempo, las autoridades han sido incapaces de retomar el control, pese al despliegue de miles de efectivos. Las consecuencias de todo esto resultan todavía incalculables, sobre todo a nivel mental. Heidy Mares cuenta que, desde hace unos meses, ella y otras amigas han construido un pequeño espacio, el Club de los Culichis que Lloran, terapia colectiva en que cada una agarra su dolor para convertirlo en algo distinto. “Hay una morra que tiene una estética ahí por Cuatro Ríos, y que, el día en que empezó todo, tuvo que echarse al suelo con las clientas, por las balaceras. Parece que la cera para depilar quedó calentándose. Cuando se calienta mucho, acaba oliendo a caño. Y era un olor… Le daban ganas de vomitar. Y ahora dice que cuando escucha un ruido parecido a las balas”, narra, y da ejemplos, como el escape de una moto, o la persiana de acero de una tienda al bajar, “siente lo mismo, ganas de vomitar”.

Heidy Mares en su casa en la zona norte de Culiacán, Sinaloa, el 4 de septiembre 2025.Mónica González Islas

2.

En la cresta norte de Culiacán, un puñado de casas maltrechas se levantan, debiluchas, bajo la sombra de una enorme montaña de basura. Son las guaridas de los recién llegados al “basurón”, el vertedero municipal, un espacio mastodóntico donde hombres y mujeres recogen materiales que venden por kilo. María Piña es una de las cocineras del comedor comunitario del lugar. Llegó aquí el 28 de julio del año pasado, tres días después de que detuvieran al Mayo Zambada. La mayoría de vecinos de la colonia, tan nueva que carece de nombre, lleva aquí más o menos el mismo tiempo. Su estancia responde a problemas parecidos, la violencia en la sierra, una constante en la historia, acentuada desde la captura del narcotraficante.

Las lluvias recientes en Sinaloa han convertido un espacio inhóspito en un vallecito relativamente agradable, agreste, verde. En la loma de enfrente, algo más lejos del basurón, aparece la colonia Ampliación Bicentenario, fundada por personas desplazadas de una de las guerras anteriores del cartel, batallas maceradas al limón de la represión estatal: la historia de la sierra sinaloense apoya su peso tanto en el narco, sus cultivos y genealogías, como en la persecución de las Fuerzas Armadas, violenta y déspota, sobre todo en el pasado, siempre presente. Por allí arriba, en lo alto de la loma, yace el comedor comunitario, espacio de salvación para decenas de familias que llegaron aquí con lo puesto.

María Piña tiene 52 años y recuerda el día en que tuvo que huir de su rancho, en Badiraguato, nombre cargado de significado en la historia mexicana. Municipio extenso, vecino de Culiacán, fue allí, en su sierra, donde nació el cultivo masivo de amapola, en la primera mitad del siglo pasado, base para la producción de opio y heroína. Antes de la irrupción del fentanilo, las montañas de Badiraguato y de los municipios vecinos de Chihuahua y Durango producían buena parte del opio que llegaba a Estados Unidos, convertido en heroína. También de la marihuana, cultivo que acabó decayendo por la oleada de legalizaciones en el país vecino. Badiraguato es también hogar de la realeza del narcotráfico sinaloense, como El Chapo Guzmán o los hermanos Beltrán Leyva. Los pesados, como les dicen en los ranchos.

María Piña habitante de la colonia Ampliación Bicentenario en Culiacán.Mónica González Islas

María Piña recuerda la huida del suyo, El Mezcal, en la zona norte de la vertiente serrana del municipio. “Llegó una banda y asesinó a un muchacho”, cuenta, desde la puerta de su casa, cuarto y medio hecho de ladrillo, el techo apuntalado en plásticos agujereados. El Mezcal, explica, es un rancho aislado. No se puede llegar en carro. Los vecinos deben cruzar el río Humaya para encontrar un vehículo que los acerque a un poblado mayor. En total, según cuenta Piña, no son más de 12 casas. Los que no eran familia hacían como si lo fueran. Antiguo rancho amapolero, la mayoría de los campesinos se había integrado últimamente al programa gubernamental Sembrando Vida, que da a cada familia 6.500 pesos al mes, algo más de 300 dólares, por cultivar árboles frutales y maderables.

“No miramos a los matones ni supimos quién fue, nada, solo nos dio miedo”, cuenta la mujer. “Primero salieron unos y quedamos como dos o tres familias. Ya nos dio tristeza y salimos. Teníamos 30 años viviendo ahí y, ahorita, el rancho no tiene ni un alma, ni una persona”, explica. Sale entonces su vecina, una excepción en esta parte de la colonia. Se llama María también, María Saucedo, tiene 58 años y lleva 25 trabajando en el basurón, aunque hace apenas cuatro meses que compró su terreno en la colonia nueva. “Ahorita es un mundo de gente ahí arriba”, cuenta la mujer, que calcula que, desde que empezó la guerra, el número de trabajadores en el vertedero ha aumentado de 40 o 50 diarios, a más de 400.

Cerca de la casa de ambas yace el exiguo terreno que compró el señor Juan, nombre figurado de un hombre que cuenta más de 70 años, y que prefiere guardar su anonimato. “Es que, si no, le destrozan la cabeza a uno”, dice, sentado en una silla, contemplativo, ajeno a toda alarma o dramatismo. Las cosas son así en su poblado, Junta de Bagrecillos, rancho de la misma sierra, aunque algo más al sur, en los límites norteños de Culiacán. Bagrecillos y otros poblados serranos de la capital del Estado, como Tepuche, se han convertido en las últimas semanas en uno de los frentes de la guerra entre las facciones. Originalmente, eran dos, los Mayos y los Chapitos, los hijos del Chapo Guzmán, pero con el paso de los meses y la irrupción de otros barones del narco regional, como el Chapo Isidro o El Guano Guzmán, hermano del Chapo, la situación se complica.

El señor Juan y su esposa huyeron del rancho hace como dos o tres meses. No es que ocurriera nada especial, explica. “Al principio escuchamos que había algo, que había algo”, cuenta, eufemismo, ese algo, de la guerra. “Yo no sabía cuándo iba a llegar la violencia, pero dos o tres [vecinos] se venían y dije, ‘no, pues yo ya me voy”, cuenta. Era la segunda vez en cinco años que le tocaba salir corriendo de la sierra. Esta será la definitiva. El hombre ha levantado un techo sobre cuatro palos en su terreno de 40 metros cuadrados, un milagro, viendo sus rodillas maltrechas. De momento, él y su esposa viven “arrimados”, en casa de unos familiares, cosa que le incomoda, pues la casa en cuestión tampoco es muy amplia y lo de arrimarse, para un hombre de campo, acostumbrado a los pinos, el cielo azul y el espacio abierto, es poco menos que un suplicio.

3.

El centro de Badiraguato parece estos días el enorme recibidor de un hotel boutique, todo cuidado al detalle, limpio y de un verde rabioso y pujante. Una enorme y enigmática estatua de San Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles, preside la cabecera desde un cerro, al otro lado del río. La talla del santo, donada por “empresarios” desconocidos, según explicaron las autoridades locales hace un par de años, cuando se instaló, preside un pequeño centro de ocio, con su tienda de regalos y un altar para las ofrendas. Es la pretendida imagen del nuevo Badiraguato, un lavado de cara.

Estatua de San Judas Tadeo en Badiraguato, Sinaloa, el 3 de septiembre 2025.Mónica González Islas

En un café del centro, la directora de Bienestar local, Raquel Vizcarra, sonríe. Según cuenta, las cosas han mejorado. Años atrás, Vizcarra coordinó en el municipio el programa Sembrando Vida. Poco a poco, la conversación se adentra en la experiencia del programa, cómo fue convencer a los campesinos del opio, de que naranjos y limoneros eran mejores que la flor de la amapola. Vizcarra escucha el caso de la señora María Piña y su huida del rancho, al basurón de Culiacán. Como parte de Sembrando Vida, Piña y sus vecinos atendían talleres y producían árboles, que luego plantaban en sus parcelas. La experiencia permeó en otros ranchos de la zona. “El censo del programa llegó a ser de 2.000 productores”, dice Vizcarra, “Yo calculo que de esos 2.000, alrededor del 60% o el 70% antes hacían siembras ilícitas”, incide.

Incapaz de competir con su pariente sintético, el fentanilo, mucho más potente y barato de producir, el precio de la goma de opio en la región cayó de 30.000 pesos, alrededor de 2.000 dólares, en 2013, a poco más de 4.000 pesos, hoy, unos 200 dólares. De la misma manera, el precio de la marihuana cayó de 6.000 a 250 pesos. Los grupos criminales aprovechan la inaccesibilidad de la sierra para innovar, según fuentes conocedoras de la región, que ha consultado EL PAÍS. Ahora, el narco produce marihuana de invernadero, para competirle al mercado estadounidense, y utiliza la sabiduría serrana, sus escondrijos, para instalar laboratorios de metanfetamina y fentanilo.

María Piña y los suyos llegaron a un acuerdo con sus colegas de un rancho vecino, que siguen en sus casas, y con los coordinadores de Sembrando Vida. Aunque ella y los suyos estaban desplazados, seguirían cobrando su sueldo mensual de 6.500 pesos, pero darían 1.000 a los del rancho vecino, para que siguieran produciendo árboles y cuidaran de sus parcelas. Era una forma de lidiar con la guerra, explica Vizcarra. “De varias localidades se han desplazado familias por esta situación”, explica la funcionaria, “hay comunidades que están solas. Todos estos sembradores han quedado en medio del pleito”.

La guerra nació urbana hace un año, pero ha crecido rural. Salió de Culiacán y sus comunidades y alcanzó pueblos como Guamuchil y Mocorito, en el norte, o Cosalá y San Ignacio, en el sur. Y ahora, desde hace unos meses, golpea a la sierra de Badiraguato y espacios aledaños en Chihuahua y Durango. Según las fuentes mencionadas arriba, en esa zona hay grupos armados cuya cercanía con Mayitos y Chapitos no queda del todo clara. Está, por un lado, el grupo de “Los 22”, también el de los “Salazar”, este último fuerte en la sierra de Chihuahua. En el poblado de Tameapa, algo más abajo, está Óscar Gastelum, alias El Músico, a quien el Gobierno de Estados Unidos acaba de acusar de terrorismo y narcotráfico.

“Sacaron a los hijos del Chapo de ahí, sobre todo de San José del Llano”, dice una de las fuentes, “pero ahora se están peleando todos contra todos”, añade. Esta persona no cree, por ejemplo, que el Chapo Isidro, fuerte en Guasave y los municipios norteños, buscado igualmente por el Gobierno de Estados Unidos y cercano al Músico, sea un aliado fijo de los Mayitos, como se ha publicado estos meses. Tampoco está claro el papel del Guano, hermano mayor del Chapo, recluido en las rancherías entre Sinaloa y Durango. Lo normal sería que apoyara a sus sobrinos, pero dado el historial de traiciones y bandazos de los pesados sinaloenses, nada es descartable.

Mientras, los muertos siguen cayendo. La duda es cuánto va a durar la guerra. Solo el último fin de semana de agosto se registraron más de 30 eventos violentos en el centro del Estado, entre asesinatos, balaceras, persecuciones, con decenas de víctimas. La mayoría ocurrieron en Culiacán y algunos más en Navolato, municipio cercano, entre la ciudad y la costa. No hay una certeza sobre la cantidad de bajas de los bandos enfrentados, pero entre detenciones, desaparecidos y asesinados, la cuenta no puede bajar de varios cientos. Entrevistado estos días en Culiacán, un integrante de alto rango de las fuerzas de seguridad federales desplazadas a la ciudad, señala el enorme tamaño de la hidra criminal. “Se han tenido decomisos como nunca, detenciones, pero es que eso es enorme”, dice, en referencia a los grupos del narcotráfico radicados en Sinaloa.

Impresiona ver estos días la cantidad de vehículos de corporaciones de seguridad federales que circulan por Culiacán, sobre todo del Ejército. No ocurre lo mismo en otras zonas del Estado, desde luego no en Mazatlán, ni siquiera en los municipios cercanos a la capital. “La prioridad es Culiacán”, dice el funcionario de seguridad, que ha participado en operativos en la ciudad, durante gobiernos anteriores. “Nunca se había hecho una estrategia conjunta como ahora. Se hacían colaboraciones efímeras, mucha palabra, tomar café… Ahora sí estamos trabajando, pero es que la delincuencia organizada es muy sólida. Se ha deteriorado, pero va a llevar tiempo. La economía ha girado durante años en torno al narco. Todo el mundo despilfarraba dinero. Era una bonanza aquí”, zanja.

Elementos de la de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana en una carretera rumbo a Culiacán, Sinaloa.Mónica González Islas

4.

“¿Es verdad que se están llevando a los muchachos?”. Esa fue la frase que escuchó Rosalba Cruz, una semana antes de que se llevaran a su hijo, del centro de rehabilitación en que estaba ingresado, en Mazatlán. La pregunta la planteaba la madre de otro muchacho internado. Una trabajadora contestó con cierto desdén. “No, pero eso sucedió en Marmol”, recuerda Cruz que dijo, en referencia a un pueblo vecino. “Ellos llegan y preguntan que quién se quiere ir, pero si no estás interesado, no te vas. De todas formas, eso aquí no pasa, el puerto está blindado”, zanjó. Cruz no quiso darle importancia entonces, pero con el tiempo se la acabó dando. Sí, se los estaban llevando.

La belleza del puerto de Mazatlán, la alegría de sus bandas de música y su gente bailando, contrasta con el rostro de Cruz, deshecho en lágrimas. Apenas empezaba la guerra de las facciones, cuando criminales se llevaron a su hijo, Alejandro Trujillo, que entonces tenía 30 años y había pasado los últimos seis meses en terapia. Parecía que la salida se acercaba, cuando, el 22 de septiembre de 2024, un puñado de hombres armados llegó al centro en varias camionetas y se lo llevaron. Su caso refleja el drama de un país que cuenta a sus desaparecidos por decenas de miles, pero añade una incógnita del contexto bélico: el reclutamiento forzado.

No hay cifras claras sobre este fenómeno en México, y menos en adultos. Apenas este año, el Congreso empezó a discutir una adición al código penal que lo debería tipificar como delito, consecuencia del escándalo de reclutamientos forzados en Jalisco, ocurrido a principios de año. La guerra en Sinaloa ha obligado a las autoridades a tener un registro mínimo. Dada la proliferación violenta de los últimos meses, el registro es obligadamente detallado. Datos de la Fiscalía estatal indican que al menos 50 personas han sido reclutadas de centros de rehabilitación, mientras que otras 24 fueron heridas y 17 fueron asesinadas por negarse a ir con grupos criminales.

De 51 años, Cruz no tiene duda de que a su hijo se lo llevaron para la guerra. En todos estos meses, ha librado una batalla doble para tratar de encontrarlo, primero con el dueño del centro, un tal Pablo Inzunza, que de un tiempo a esta parte parece haberse esfumado. Y luego, con la Fiscalía del Estado, ignorante, al parecer, de su deber de investigar los casos de personas desaparecidas. La dependencia suma más de 2.300 reportes en el último año, de los que apenas han aparecido, vivos o muertos, una cuarta parte. Una vez, incluso, el investigador asignado a su caso, un tal Fredy, le dijo, tratando de darle una explicación de lo ocurrido: “Eso es que algún talento le vieron”.

A Alejandro Trujillo, un joven que había batallado lo suyo —su papá, un violento de tres al cuarto, según cuenta Cruz, les abandonó, para volver 27 años más tarde, buscando un apoyo para sus dolencias médicas— se lo llevaron de madrugada. La mujer nunca ha tenido claro cómo fue porque cada testigo dijo una cosa distinta, unos que lo sacaron de la cama, otros, que estaba haciendo guardia en la puerta del Centro de Rehabilitación. El caso es que se lo llevaron. Alertada esa misma madrugada, Cruz interpeló a Pablo Inzunza. Pero aquel dijo que las cámaras no funcionaban, que no había visto nada.

“Hombres armados lo llamaron por su nombre”, se defendió Inzunza. “Lo sacaron jalándolo, con el arma en las costillas. A la fuerza”, añadió. El dueño dijo también que los criminales bajaron de dos camionetas, versión que cambió al día siguiente, cuando aseguró que habían sido cinco, y que además había visto “gente amarrada” dentro de algunas de ellas. Todo esto y el asunto de las cámaras no pareció interesarle demasiado a la Fiscalía, que se conformó con tomarle la declaración a Inzunza por teléfono, y en recoger muestras de ADN a la señora Cruz, muestras que nunca le servirían de nada, porque no había perito especialista que pudiera contrastarlas con los restos de personas que, con el paso de los meses, iban apareciendo en la región.

Rosalva Cruz madre de Alejandro Trujillo Cruz secuestrado en el centro de rehabilitación Salva tu Vida, el 23 de septiembre 2024, en Mazatlán, Sinaloa.Mónica González Islas

Rosalba Cruz se unió a un colectivo de familiares de personas desaparecidas meses más tarde, después de que una llamada alertara de que a su hijo lo habían enterrado en una fosa, en una playa cerca de Marmol. Verdaderas investigadoras de una tragedia nacional, ella y las demás acudieron al lugar un día de abril, con sus palas y sus picos. En poco rato, encontraron ocho osamentas en varias fosas. Cruz sintió que el corazón se le salía del pecho, pero no solo por las osamentas. Junto a los hoyos, vio huellas profundas de ruedas de camioneta. Hizo cálculos, pensó que no llovía desde septiembre, que aquellas huellas seguro que eran de aquellos días. “Entonces pensé que aquí habían venido a tirar a mi hijo”, cuenta.

La Fiscalía estatal recogió las osamentas de aquella playa de Marmol. Han pasado cinco meses y aún no se sabe quiénes fueron en vida. Marisela Carrizales, lideresa del colectivo de familiares al que se adhirió Rosalba Cruz, asegura que del medio centenar de restos rescatados “desde octubre”, los peritos apenas han identificado dos. La mujer evoca un relato que se repite en boca de jóvenes localizados con vida estos meses, pocos. En el municipio de Concordia, allá arriba, en la sierra, está lleno de cuerpos de jóvenes reclutados, muchos sacados de centros de rehabilitación. Uno de los muchachos que regresó habló de un grupo de “unas 600 personas” llevadas en varias camionetas. “¿Pero quién va a ir por ellos? Las autoridades saben qué está pasando, pero los están dejando allá arriba”, dice Carrizales.

5.

En una funeraria de Culiacán, la mañana se escurre viscosa, lenta. El calor es salvaje estos días, con tormentas aisladas que humedecen, todavía más, una atmósfera recargada. El negocio de las funerarias parece de los pocos que prosperan en la ciudad, que este año ha perdido más de 10.000 empleos, según datos de la economista Cristina Ibarra, de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Por donde quiera que uno vaya, hay negocios cerrados, sobre todo concesionarios de coches y restaurantes. No ocurre así con las funerarias. Algunas incluso exponen ataúdes chapados en oro, valorados en más de un millón de pesos.

El ataúd chapeado en oro que comercializa una funeraria en Culiacán, Sinaloa, el 3 de septiembre 2025.Mónica González Islas

A una como esta han traído estos días a los últimos asesinados de Culiacán: un policía municipal que salía de su turno —y van ya 47 desde septiembre del año pasado—, un trabajador de Protección Civil de Navolato aficionado a las carreras en dunas de arena, y seis víctimas de los ataques perpetrados en hospitales durante el último fin de semana de agosto, que inició con ráfagas de ametralladora contra la sala de espera del Hospital Civil —cuatro muertos—, y acabó cuando un par de criminales, vestidos de enfermeros, remataron a un herido de bala, en el nuevo Hospital General.

“Este año ha sido un cochinero”, dice un trabajador, sentado en una banca de la funeraria. Dos colegas le acompañan. “A esto aún le falta”, asegura, refiriéndose a la guerra. “Se va a calmar, empezarán a trabajar otra vez, agarrarán dinero y seguro, al rato, saldrá otro piquetito y vuelta a empezar”, vaticina. Los tres recuerdan velorios de personajes pesados del mundo del hampa en estos últimos años. No les cuesta demasiado mencionar a dos o tres. “Algunos duraban días, con banda de música, carne asada, baile… Parecía feria ganadera”, señala.

La conversación vaga por las lomas de la guerra y sus escenarios futuros. Sobre quién gana, quién pierde, si es verdad que hay alianzas, si son dos facciones o ya son más, como se dice estos días en la región, sobre quiénes son los muertos –“hay de todo, pero yo diría que el 60 o 70% viene de ranchos”, dice uno, esto es, de origen humilde. Después de varias vueltas, otro de los funerarios trata de zanjar el asunto con un símil entendible en el planeta entero. “¿Usted ha visto Juego de Tronos? Pues es lo mismo, la capital contra el norte, la capital contra el sur, pactos por debajo de la mesa, estrategias, alianzas y traiciones. Y mucho dinero gastado”, cierra.

Metodología

Para el acopio de datos de violencia en Sinaloa se recolectaron registros hemerográficos y se realizó reporteo en Sinaloa. 

La información de desapariciones fue elaborada con fichas de búsqueda de personas desaparecidas hechas y publicadas por los colectivos Sabuesos Guerreras, Rastreadoras El Fuerte, Por las Voces sin Justicia, Madres en Lucha y Fiscalía General de Sinaloa, Comisión Estatal de Búsqueda y Alerta Amber Sinaloa

Créditos

Diseño: Ruth Benito y Mónica Juarez

Datos: Marcos Vizcarra

Edición visual: Gladys Serrano y Mónica González Islas

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