Nigel Farage ha demostrado este verano que la excusa de su éxito fue el Brexit. La verdadera razón, sin embargo, siempre estuvo en su habilidad para jalear los miedos xenófobos y racistas de gran parte de los británicos. Tras seis semanas de campaña por Inglaterra, en las que no ha dejado de esgrimir la imagen amenazante de los “hombres jóvenes” que llegan a las costas inglesas y aterrorizan a “madres e hijas” y ha alimentado disturbios y protestas en la calle, el político populista ha culminado su estrategia con la presentación, este martes, de un plan para deportar a cientos de miles de inmigrantes irregulares y desvincular al Reino Unido de las leyes internacionales de protección de derechos humanos.
“¿De qué lado estás?”, se ha preguntado retóricamente Farage durante la presentación de un plan que ha bautizado, con un toque tan melodramático como muchas de sus otras actuaciones, Operación restaurar la justicia. “¿Estás con las mujeres y niños que necesitan sentirse seguros en nuestras calles, o del lado de leyes internacionales trasnochadas como las que aplican una serie de jueces y tribunales sospechosos?”.
En el aeropuerto de Oxford, el lugar elegido para la puesta en escena, el líder populista volvía a mostrar su habilidad para atraer a las cámaras con un enorme y falso panel de vuelos a lugares como Irán, Irak, Afganistán, Somalia, Eritrea o Yemen. Países a los que estaría dispuesto a pagar, ha dicho, para que acepten a las personas deportadas —hombres, mujeres, niños—, incluso a riesgo de que puedan sufrir violencia o tortura.
Farage propone ofrecer unos 2.900 euros y un billete gratis de avión a su país de origen a cada irregular que resida en el Reino Unido. De negarse, el siguiente paso sería recluirlos en prisiones militares y deportarlos a la fuerza a un ritmo de cinco vuelos diarios. Con acuerdos económicos con países como Afganistán, Eritrea o Ruanda, el plan de Reform UK asegura, de modo poco realista, según sus críticos, que con 12.000 millones de euros en cinco años acabaría con el problema de la inmigración irregular.
Un partido que cuenta hoy únicamente con cuatro de los 650 diputados de la Cámara de los Comunes, y que presenta un plan de inmigración para el hipotético caso de que llegara al poder dentro de cuatro años, no merecería apenas atención. Sin embargo, los principales medios de comunicación del Reino Unido han llevado a sus portadas la propuesta de Farage de expulsar por vía expeditiva a más de 600.000 personas del país, negar el mínimo derecho de protección a cualquiera que entre irregularmente, y desvincular al país de la Convención Europea de Derechos Humanos y de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951.
Desde hace más de medio año, las encuestas sitúan inexorablemente a Reform UK, el partido de Farage, como el preferido por una mayoría de británicos, con una intención de voto de hasta diez puntos por delante del Partido Laborista. En el debate público del Reino Unido se ha consolidado la idea de que el político populista más tóxico de la historia reciente del país —mano a mano con Boris Johnson— puede llegar a convertirse en primer ministro.
La política migratoria de mano dura desplegada por el Gobierno laborista de Keir Starmer es una respuesta a la amenaza electoral que representa Farage, que ha conseguido colocar en el centro de la política la cuestión de los inmigrantes irregulares. Habla abiertamente de una “invasión”, de una “plaga” y de una “amenaza para la seguridad nacional”.
Como otros políticos antes que él, recurre a la idea de una “mayoría silenciosa” que “pide a gritos algún líder que muestre la necesaria valentía para solucionar el problema”. “¿En qué país sano y normal se permite que jóvenes varones indocumentados entren ilegalmente, sean acogidos en hoteles que paga el contribuyente y hasta obtengan servicios de asistencia dental?“, incendiaba Farage en su discurso.
Doble reacción
Los dos principales partidos históricos del Reino Unido, el Laborista y el Conservador, bailan al ritmo que les marca el político populista, mientras las organizaciones humanitarias o formaciones como Los Verdes o los liberaldemócratas se atreven a denunciar claramente la deshumanización de la cuestión migratoria alimentada por Reform UK.
“Esta fanfarronería peligrosa y tóxica busca agitar la rabia, el odio y el desorden público”, ha denunciado la diputada verde Ellie Chowns. “Así no es nuestro país. La mayoría de los británicos quiere mostrar compasión hacia aquellos que huyen de situaciones terribles”.
Starmer ha ordenado la aceleración del ritmo de las deportaciones; busca desesperadamente acuerdos con terceros países, como Francia, para agilizar la expulsión y devolución de los recién llegados, y contempla la lucha contra las embarcaciones que transportan personas por el canal de la Mancha como una variante más de la lucha antiterrorista, con poderes excepcionales para preservar las fronteras. Al menos de momento, el Gobierno laborista sigue defendiendo la necesidad de que el Reino Unido respete la Convención Europea de Derechos Humanos.
Los conservadores, sin embargo, desesperados ante el camino hacia la irrelevancia al que le está empujando Farage, se empeñan en denunciar a este último como plagiador de sus propias políticas. También en radicalizar su discurso hasta el punto de que ya se da por sentado que, en su congreso del mes que viene, los tories se comprometerán a tirar por la borda los compromisos del país en materia de legislación internacional humanitaria.