El nivel del agua bajó hace mucho, pero las heridas del huracán Katrina no terminan de cerrar 20 años después en algunas partes de Nuevo Orleans. Basta con poner un pie dentro de Mercedes’ Place, un bar al sur del barrio Lower Ninth Ward, uno de los más afectados tras la tormenta que tocó tierra el 29 de agosto de 2005 dejando caer 25 centímetros de lluvia y rachas de viento de hasta 200 kilómetros por hora. Lo peor vino después, cuando la creciente rompió el sistema de diques dejando el 80% de la ciudad bajo el agua.
“Las marcas del agua llegaban allí arriba”, apunta Deborah Gibson, en el interior del Mercedes’ Place, mientras señala un ventanal de más de dos metros de altura. La mujer de 65 años bebe una cerveza dentro del establecimiento que su madre, Mercedes, abrió en 1989 en esta zona de mayoría afroamericana. El barrio está por debajo del nivel del mar en un área que se anega fácilmente. Por ello, la mayoría de las casas están erigidas sobre columnas de tabique. Aún así, Katrina obligó a cambiar el guion. “Aquí todos tenemos una historia con el huracán”, dice. La de las Gibson es de orgullo. “Somos el único negocio que reabrió y se recuperó después de la tormenta”, asegura.
Al fondo del local se encuentra la matriarca, Mercedes, sentada a la mesa de su cocina. La mujer de 86 años vivió dos años exiliada en Franklin, un pueblo a hora y media al oeste de Nueva Orleans. Cuando volvió, encontró su negocio saqueado. “Se llevaron todo, no dejaron ni una moneda”, recuerda. “Fueron tiempos endemoniados”, dice. Varios de los habitantes recibieron 10.000 dólares para salir adelante. Las cosas mejoraron, pero el Lower Ninth ya no fue el mismo. “Esto cambió para siempre, es un sitio completamente diferente. La mayoría de la gente que se fue ya no volvió. Ahora los blancos son mayoría”, señala la señora Gibson.
Algunos vecinos del Lower Ninth aún recuerdan el sonido que hicieron los diques cuando reventaron. El sistema fue creado en 1965 por el Gobierno federal para proteger las zonas bajas de la región metropolitana. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército se propuso levantar una defensa que pudiera resistir desastres como el de 1915, cuando un potente huracán anónimo borró del mapa vecindarios completos, dejando 275 muertos y daños por 12 millones de dólares de entonces (unos 300 millones al cambio de hoy). Katrina reventó la obra de infraestructura, obligando al cuerpo a admitir sus errores al levantar una barrera con materiales baratos y que no contó con el mantenimiento adecuado por décadas.
Ansiedad climática
Los diques cedieron provocando que el agua del río Misisipi y el lago Pontchartrain, que abrazan a una ciudad con forma de luna menguante, se elevara en promedio unos 5,4 metros. En 2017 el centro Nacional de Huracanes ajustó la cifra de muertes ocasionadas en seis Estados por Katrina, rebajándola a 1.392 ―frente a 1.833― tras cotejar actas de defunción. Es el segundo desastre natural moderno con más fallecimientos tras María, que dejó a su paso 2.981 víctimas en Puerto Rico y las Islas Vírgenes en 2017. Katrina provocó daños materiales por 108.000 millones de dólares, convirtiéndolo en el huracán más caro de la historia.
Bobbie Green vive al este de Nueva Orleans y se define como un “bebé de Katrina”. Era solo una niña de nueve años cuando se vio obligada a evacuar la ciudad con su familia. Vivió un año desplazada en Houston, Texas. Cuando volvieron, sus padres encontraron su hogar severamente dañado, poblado solo por gatos desamparados en busca de comida. “Definitivamente sufro de una ansiedad extrema en cada temporada de huracanes… Estoy siempre en estado de alerta para luchar o huir”, señala.
Las marcas que dejó la tormenta en Green ayudaron a forjar su futuro. Hoy es una activista ambiental y educadora que alerta sobre las injusticias climáticas con la organización Black Girl Enviromentalist. “Los negros y latinos seguimos siendo los más afectados porque vivimos en esas zonas bajas y tenemos mucho arraigo en nuestros hogares. Luchamos para que la gentrificación no nos expulse a otras partes”, explica. Lo que más molesta a Green es la palabra resiliente, con la que se ha calificado a la población de Nuevo Orleans: “Estamos hartos de ella. Estamos cansados de ser resilientes. Nadie quiere volver a enfrentar otro Katrina”.
Los humedales de Luisiana están desapareciendo a una velocidad alarmante. Se calcula que cada año el Estado del sur pierde un territorio equivalente a una cancha de fútbol americano. Un medio millón de hectáreas de esta barrera natural contra los huracanes ha desaparecido en algo menos de un siglo. Desde el paso de Katrina se ha trabajado para restaurarlos. Algunas organizaciones han plantado vegetación en los pantanos. También se han construido bancos con materiales reciclados, como conchas de ostras o cristales rotos. Pero el cambio climático se mueve a una velocidad mucho mayor que la recuperación. Muchas comunidades costeras siguen enfrentando amenazas existenciales cada temporada de huracanes, que abarca en el Golfo de México de junio a noviembre.
Héroes conocidos y anónimos
El huracán Ida dio en 2021 el golpe que la familia Gershanik evitó años antes con Katrina. La tormenta tocó tierra en Luisiana también un 29 de agosto, una macabra coincidencia que dejó claro a todos los habitantes de que las catástrofes pueden vivirse dos veces. “Por fuera nuestra casa por 40 años estaba perfecta, pero bastaba con entrar para darse cuenta de que el daño era irreversible”, cuenta este médico argentino de 83 años originario de Concepción del Uruguay.
Gershanik vive ahora con su esposa Ana Esther en un apartamento en el centro de Nueva Orleans. Desde allí pueden verse los monumentales barcos que navegan por el Misisipi y las tormentas que se forman en el horizonte. En el comedor del matrimonio hay una foto del médico dentro de un helicóptero. En sus brazos hay un diminuto bebé. La imagen está en un marco que dice: “Un día para recordar: 30 de agosto de 2005”.
A Gershanik no le gusta la palabra, pero todos en la ciudad lo consideran un héroe. Como encargado del área de neonatología del Hospital Memorial, se dedicó a dirigir la reubicación de 16 bebés en incubadoras desde el sexto piso a la azotea del edificio horas después de la llegada de Katrina. El huracán complicó la tarea anegando la planta baja, la única vía posible, la mudanza tuvo que hacerse por ventanas y pasadizos. “Felizmente teníamos un ejército de voluntarios, gente que se había quedado atrapada en el hospital porque eran parientes o esposos de los enfermeros. Era un mundo de gente que nos ayudó a levantar las incubadoras, que pesaban más de 100 kilos”, recuerda. Cuando llegaron al techo, comenzó la espera para los helicópteros de rescate.
Los monitores de los signos vitales de los bebés estaban alimentados por generadores de luz ubicados en la segunda planta. Gershanik comenzó a ver con preocupación cómo subía el nivel del agua, amenazando la única fuente de energía. “Eran chicos que estaban críticos”, cuenta. Su atención se enfocó en un bebé prematuro de 26 semanas y 680 gramos de peso con enfermedad crónica pulmonar. Los helicópteros no se llevaron a ningún paciente en cuatro horas. “Algo tengo que hacer. Este chico se nos muere”, dijo el médico al encargado.
Cuando el próximo aparato llegó al helipuerto, Gershanik empujó la incubadora al lado del helicóptero. Recibió una mirada de desaprobación del piloto. El peso de la máquina era demasiado. El doctor lo convenció para subir un par de tanques de oxígeno y abordar con el niño en brazos. Es el momento que quedó inmortalizado en la imagen. Llevaban diez minutos de vuelo cuando el piloto le dijo que debían bajar nuevamente a repostar. “No tenía monitor, pero le pinchaba el pie al niño y seguía respondiendo”, señala. Gershanik aprovechó la escala para cambiar el tanque de oxígeno al niño. “Con esa parada me echaron una mano de arriba porque si no lo hubiera cambiado el niño habría muerto”, admite. Cuarenta minutos más tarde llegaron a Baton Rouge.
Es una acción imposible de olvidar porque Gershanik la revive cada año. Aquel bebé, Christian Stewart, celebra su cumpleaños viajando a Nueva Orleans para almorzar hamburguesas con el médico que le salvó la vida. Es una tradición ambos mantienen hasta hoy. Las hazañas de este médico y otros del hospital Memorial fueron llevadas a la pantalla chica en 2002.
El médico, sin embargo, ha preferido rendir tributo a héroes cuyo nombre son menos conocidos. Gershanik donó un monumento dedicado a los miles de inmigrantes anónimos, en su mayoría hondureños, que reconstruyeron la ciudad. La escultura se desveló en 2018 en Crescent Park y muestra a un hombre escalando un techo, otro cargando madera y una mujer barriendo. Solo una figura de bronce mira a las aguas del Misisipi que amenazan la ciudad a sus espaldas.
La resurrección de Nueva Orleans
Unos 91.500 propietarios pidieron ayuda al Gobierno para reconstruir sus casas. Este desembolsó 9.000 millones de dólares (unos 7.675 millones de euros) en apoyos a los damnificados por Katrina y Rita, que golpeó las costas de Luisiana apenas semanas después. Pero reconstruir la ciudad tomó mucho más que dinero federal y mano de obra inmigrante. Había que restaurar el tejido social.
Carlos Miguel Prieto, un director de orquesta, firmó un contrato para convertirse en director musical de la sinfónica de Luisiana apenas una semana antes de que Katrina tocara tierra. Estando en Seúl comenzó a ver en la televisión la devastación que la tormenta causó en la ciudad que pronto llamaría su casa. La organización le dio la oportunidad de retractarse del contrato. “Sin dudarlo, reforcé mi compromiso”, cuenta desde Ciudad de México. Fue el inicio de 17 años al frente de la orquesta estatal estadounidense.
Cuando finalmente aterrizó en Nueva Orleans, en octubre de 2005, Prieto se topó con un escenario terrorífico. Cuatro arpas y otros instrumentos se arruinaron en la inundación, el agua cubrió la sala de conciertos y deshizo el teatro Orpheum. “No podíamos hacer nada. Cancelamos la temporada y nos convertimos en una orquesta itinerante”, recuerda.
La sinfónica de Nashville abrió en octubre sus puertas a los músicos damnificados para un concierto benéfico. Al evento acudió gente que lo perdió todo. Los músicos y el público intercambiaron sus historias trágicas. Otras orquestas del país repitieron la invitación para que la música ayudara a sanar las heridas.
A finales de aquel mes, en el Lincoln Center de Nueva York, Prieto compartió escenario con Lorin Maazel, James Conlin y Leonard Slatkin para guiar a una orquesta compuesta por miembros de las agrupaciones de Nueva Orleans y la filarmónica neoyorquina. Participaron el violinista israelí Itzhak Perlman, el jazzista Wynton Marsalis y el cantautor Randy Newman. Este interpretó Luisiana, 1927, un tema sobre una inundación que se ha convertido en un himno extraoficial en Nueva Orleans. “Nos gritaban ‘¡gracias, gracias!’ Fue muy emotivo“, evoca Prieto.
“Como todo después de Katrina, la supervivencia de las instituciones culturales de la ciudad estaba en entredicho. Y cada vez que una de estas lograba volver, como lo hizo la sinfónica de Luisiana, el público lo tomaba como un triunfo por todo lo alto”, indica Daniel Hammer, el presidente del museo Historic New Orleans Collection.
Los músicos de la ciudad volvieron sin tener un hogar. “Estuvimos diez temporadas de forma itinerante. Algo que podría ser una pesadilla se convirtió en una increíble oportunidad para reiventarse y conectar con el público”, señala Prieto. La gente los seguía adonde fueran. “Nos convertimos en una luz de esperanza”, afirma.
Tomó una década para que el teatro Orpheum reabriera sus puertas, en septiembre de 2015. Prieto afirma que la Novena de Beethoven sonó diferente cuando la interpretaron por primera vez en el nuevo auditorio. “Resonó distinto después de una catástrofe como esa. Lo que hacemos no es entretenimiento. Fue una necesidad para todos”, indica.