Marie y Colin Mills aceptan de buen grado que un equipo de arqueólogos y forenses haya comenzado a excavar en la explanada adyacente a su casa, en busca de los restos de casi 800 bebés; 796, para ser exactos. Son los niños perdidos de Tuam, que se han convertido en el símbolo del pasado incómodo y cruel de Irlanda, y de la losa de vergüenza ―pecado, se llamaba entonces― que la Iglesia católica puso sobre las espaldas de miles de mujeres pobres y solteras.
“Al principio era un ir y venir continuo de camiones, que traían todo el material para los trabajos. Ahora todo está mucho más calmado y no molestan”, dice Colin, que lleva casi medio siglo viviendo en la zona. “Siempre supimos que allí había una pequeña fosa común, con bebés. Pero no entendimos la dimensión de lo que era hasta que Catherine Corless lo descubrió. Porque aquí siempre estuvo el hospicio, pero antes era un asilo para pobres. Y todo se mezcla con los muertos de la hambruna”, recuerda.
Este relato son muchos relatos. Es el de Catherine Corless, administrativa de una fábrica textil, ama de casa e historiadora aficionada, que con la perseverancia de un detective sacó a la luz una verdad que conmocionó a sus compatriotas. Es el relato del hospicio de St. Mary en Tuam, el hogar para madres solteras y sus bebés, regentado hasta 1961 por las Hermanas del Buen Socorro, donde se trataba de modo infrahumano a esos pequeños, y se les enterraba como si fueran material de residuo. Es el viaje de ida y vuelta de Daniel MacSweeney, que después de recorrer medio mundo con la Cruz Roja Internacional en busca de desaparecidos, regresa a su país para dar con los restos de aquellos bebés. Y es la historia de una joven nación, Irlanda, que ha tardado casi un siglo en comenzar a desenterrar todos sus esqueletos.
“Tuam es el lugar más icónico, el símbolo de todas las historias que hemos conocido en los últimos 20 años respecto al papel de la Iglesia en el Estado de Irlanda. Por eso mi equipo y yo queremos hacer bien las cosas. Porque puede ser el ejemplo que estimule la decisión política de hacer algo similar con otras fosas. Y hacerlo bien significa ajustarse a los estándares forenses internacionales y a las mejores prácticas; supone que tanto las familias como los supervivientes estén en el centro de esta tarea”, explica a EL PAÍS MacSweeney, director de la Intervención Autorizada de Tuam, el nombre que se ha dado a las tareas de excavación e investigación en los 5.000 metros cuadrados que ocupó el edificio de las monjas, antes de ser demolido a principios de los años setenta.
“Tenemos arqueólogos forenses, bioarqueólogos [que analizan los vestigios óseos], fotógrafos, personal encargado de la ordenación de los restos…Trabajamos con sistemas de GPS y de remodelación en 3D. Y disponemos de nuestro propio laboratorio-mortuorio, donde realizaremos el examen antropológico de los restos que hallemos y las pruebas de ADN”, enumera MacSweeney, que dispone de dos años para llevar a cabo tan delicada tarea. Ha prometido que no quedará un palmo del terreno sin levantar.
Hay dos accesos al solar, que hasta hace poco era un parque infantil, y en los últimos años un santuario improvisado lleno de flores, placas y recordatorios de aquellos bebés. En ambos casos hay que recorrer el estrecho pasillo que separa casas contiguas. Porque el lugar donde trabajan todos esos expertos está rodeado de las viviendas de protección oficial que el Condado de Galway decidió construir cuando las monjas se fueron. Al final de esos pasillos, una valla elevada impide la entrada, y protege la privacidad de las tareas de investigación. Hay hasta un cartel que avisa de que el vuelo de drones está prohibido en ese lugar. La intimidad de la tarea emprendida se protege al máximo.
Historiadora y detective
Catherine Corless espera a este periódico en una de las puertas. Para volver a contar, con una paciencia acumulada a lo largo de una década, su odisea y su hallazgo. Fue una asociación de historiadores locales la que le pidió un artículo para su anuario, hace ya más de 10 años. La mujer guardaba la memoria de su niñez escolar, que le traía la imagen de unos pequeños que llegaban siempre tarde a clase, como un rebaño asustadizo, y se iban cada día antes que los demás. Demacrados y silenciosos, todos ellos vivían en el hogar de las monjas. Ninguno pasó a la educación secundaria.
No fue fácil recabar esa historia. La documentación era escasa. Corless acudió al relato oral de los pocos vecinos cercanos al edificio, capaces de divisar desde sus ventanas parte de lo que sucedía tras los altos muros.
“Los vecinos recordaban cómo los niños recibían muchos golpes. Se acordaban de los constantes lloros, y de escenas terribles”, relata. “Me contaron cómo veían los entierros, cuando la tarde caía o ya era de noche. Los veían desde sus pisos superiores, desde donde podía sortearse el muro que rodeaba el edificio. Podían ver cómo hacían los agujeros. Les pregunté si había algún sacerdote presente y me contestaron que no”, indica la historiadora para poner la llaga en la cuestión más delicada de aquellos años.
Porque el nacimiento y el bautizo de todos aquellos niños quedó registrado. Y sus muertes. Pero nada se sabía de sus entierros, de si algún sacerdote ofició la ceremonia, o de si alguna cruz, alguna estatua, recordaba su paso por este mundo. Corless recuerda la conmoción que sufrió cuando la funcionaria del condado de Galway, a la que solicitó, en su investigación, los certificados de defunción de los bebés, le comunicó el resultado. Esperaba 20 o 30 casos. Eran casi 800.
Con la deducción que emplearía un personaje de Agatha Christie, Corless pidió ayuda al responsable del único cementerio de Tuam. “Un día lluvioso nos sentamos ambos dentro de su furgoneta y repasamos sus registros y los míos. Por orden alfabético. Mi lista de 796 bebés y su lista con todos los enterrados allí. Ni uno de los niños aparecía en su registro. La pregunta era obvia: ¿dónde están todos esos cuerpos?”, relata la historiadora.
La reacción del Gobierno irlandés
En 1975, dos chavales que jugaban por la zona rompieron por accidente parte de la cobertura de una vieja fosa séptica, parte de un sistema de alcantarillado ya en desuso. Encontraron huesos humanos de pequeño tamaño. El condado ordenó de inmediato tapar el agujero y construir en la zona un parque infantil. Pero la alerta, para alguien como Corless, quedó allí.
Las primeras excavaciones piloto ordenadas por el Gobierno, cuando la prensa nacional e internacional recogió el descubrimiento de Corless y contribuyó a la presión pública, dieron con un “significativo número” de restos humanos en el viejo alcantarillado.
Pero hasta el último momento, las Hermanas del Buen Socorro negaron cualquier responsabilidad sobre todo aquello. Ridiculizaron el relato de la historiadora, y atribuyeron el hallazgo de los huesos a la “gran hambruna” que asoló Irlanda a mediados del XIX, o al asilo para pobres que había antes en el mismo lugar donde se construyó el hogar de Tuam.
“Al pasar un año, la madre tenía que abandonar el hospicio y dejar allí al bebé. Esa era la norma. No había modo de llevárselo con ella. Puedes imaginar cómo se les rompía el corazón con aquello. Y la salud de los bebés, que en su mayoría se habían alimentado con el pecho de las madres, comenzaba a deteriorarse a partir de ese momento. Era terrible”, detalla Corless, que intuye cuál era la razón última de aquel oprobio.
“Solo puedo elaborar una conjetura, pero creo que las monjas no querían que se supiera la cantidad de bebés que estaban muriendo en ese lugar. Si los hubieran enterrado en el cementerio oficial, al otro lado de la carretera, habrían necesitado un coche fúnebre y un ataúd para llevarlos allí. Y se habrían expuesto. Por eso enterraron tantos en la fosa. Además, creo que no consideraban importantes a esos bebés. Eran el pecado de sus madres. Las despreciaban tanto a ellas como a los pequeños. Así que de este modo se ahorraban también un montón de dinero”, explica la historiadora.
La esperanza de los supervivientes
Anna Corrigan lleva años intentando averiguar el paradero, vivos o muertos, de sus dos hermanos. Su madre ingresó en el hogar de las monjas de Tuam para tenerlos a ambos. En 1946 nació John Desmond Doland. Pesaba cuatro kilos. Catorce meses después, “demacrado, con un apetito voraz y señales de idiotez congénita”, murió. Willam Joseph vino al mundo cuatro años después. Anna sospecha que fue adoptado ilegalmente. Las investigaciones de Corless le dieron un hilo de esperanza, alimentado ahora por las tareas de excavación. “Es un nuevo comienzo. Veremos en qué acaba. Llevamos más de 10 años con esta batalla y esto parece una pequeña luz al final del túnel”, admite Anna, que no puede evitar un escepticismo arrastrado durante años. “Sé que las personas que van a trabajar en la excavación son muy competentes, pero siguen bajo enormes restricciones con la ley actual. ¿Cuántos bebés aparecerán? ¿Cómo sabremos los que fueron dados por muertos para entregarlos ilegalmente en adopción?”, se pregunta.
La historia ha tenido tal repercusión internacional que infinitud de medios han titulado con los 800 bebés. Pero quizá la tragedia más hiriente fue la de aquellas mujeres, doblemente desgarradas por ser explotadas laboralmente y despojadas de sus hijos e hijas.
Las mujeres, otras víctimas olvidadas
“Desde 1929 estaba prohibido todo tipo de información sobre anticonceptivos. A partir de 1935 fueron declarados ilegales. Así hasta 1979. Sabemos que las mujeres forzadas a ingresar en el hogar de Tuam, que procedían de los condados de Galway y Mayo, eran hijas de jornaleros o chicas del servicio doméstico. Pertenecían a una clase social baja, y quedaban absolutamente estigmatizadas al estar embarazadas”, detalla Sarah Anne-Buckley, profesora de la Universidad de Galway y especializada en la historia de las mujeres y niños de Irlanda.
La Comisión de Investigación de Hogares de Madres y Bebés de Irlanda, puesta en marcha por el Gobierno de Dublín, concluyó en enero de 2021 que al menos 9.000 menores murieron en esos hospicios a lo largo del país. La profesora Anne-Buckley ha trabajado en el proyecto que ha recopilado la historia oral de los supervivientes y sus familiares.
“No las trataban bien, no recibían el trato propio de una mujer que acaba de dar a luz. Las hacían trabajar, y muchas de sus familias seguían obligadas a enviar el poco dinero que tenían. La mayoría de ellas abandonó la región para intentar encontrar trabajo. Muchas intentaron más tarde, sin éxito, rastrear el paradero de sus pequeños”, subraya la académica.
Las Hermanas del Buen Socorro pidieron ya perdón en un comunicado, igual que la Iglesia católica, el condado de Galway o el Estado irlandés. Para Corless, y para todas las víctimas que se aferraron a su investigación, no basta con un papel. “Nadie preguntó: ‘¿Qué hacemos ahora?’. Leyeron su declaración escrita y dejaron el asunto atrás. Pero para miles de personas, el problema sigue igual de vivo y es igual de doloroso hoy”, dice la historiadora al despedirse.