Almasa Salihovic estaba en el lugar de Srebrenica donde se perpetró la mayor matanza ocurrida en Europa desde la II Guerra Mundial, con 8.372 víctimas en apenas cinco días. Tenía ocho años, iba con su madre y su hermano, de 15. Bosnia-Herzegovina había proclamado su independencia de Yugoslavia en 1992 y llevaba tres años de guerra contra el ejército serbio. Los militares habían penetrado ya en Srebrenica, una pequeña localidad a unas tres horas en coche desde Sarajevo, la capital bosnia, y a solo 13 kilómetros de la frontera con Serbia. Ninguna potencia extranjera, ningún organismo internacional, supo evitar lo que terminó sucediendo en torno al 11 de julio de 1995. El país conmemora este viernes el 30º aniversario del genocidio.
Aquella semana, cada familia recogió lo indispensable de sus casas y corrió hacia las instalaciones de los cascos azules de la ONU, buscando protección, en el barrio de Potocari. En ese mismo lugar se asienta hoy el Memorial y Cementerio de Srebrenica, y ahí es donde Salihovic, portavoz del centro, relata su propia historia.
En el recinto solo había 400 cascos azules, holandeses y muy jóvenes, que se vieron desbordados ante la presencia de 4.000 soldados del general serbio Ratko Mladic. “Nos vimos desamparados, la ONU nos entregó a los serbios”, comenta Salihovic.
“Aquí dentro”, rememora, “habían logrado entrar unos 4.000 o 5.000 bosnios. Y fuera estábamos unos 20.000, intentando entrar también. Pero los cascos azules estaban desbordados y ya no dejaban pasar a nadie. No teníamos ni pan, ni sal, ni apenas agua, ni azúcar. Mi hermana, de 19 años, había logrado pasar, pero no lo sabíamos. Tampoco sabíamos dónde estaba mi hermano, de 18 años. Mi padre había muerto antes de la guerra”.
Salihovic recuerda que los serbios ofrecieron a las mujeres salir en autobuses. “Sabíamos que a los hombres los matarían”. Su madre metió a su hermano de 15 años debajo del asiento que estaba delante de ella.
A Salihovic nunca se le olvidará que un soldado serbio subió al autobús, se quitó la camiseta, sacó un puñal y pidió a gritos que todo el mundo le diera las cosas de valor que llevaban: anillos, relojes, joyas… “Yo me levanté y le dije que solo tenía mi muñeca, pero que se la daba”.
Cada uno carga como puede con las heridas de aquella guerra. Unos prefieren no hablar. Muchos emigraron. Y otros decidieron volver a vivir en Srebrenica al cabo de unos años, aunque sus casas habían sido tomadas por serbios.
La conmemoración del 30º aniversario ocurre en un momento en el que Europa revive sus peores pesadillas. La guerra como medio para ganar territorio ha vuelto con toda su crudeza. Sead Turcalo, decano de la facultad de Ciencias Políticas de Sarajevo, de 47 años, cree que si la comunidad internacional hubiera actuado a tiempo en Bosnia, tal vez se habría evitado lo que sucede ahora en Ucrania. También piensa que una de las claves para evitar este tipo de tragedias es enseñar bien la historia, sin miedo a señalar a los criminales.
La matanza de Srebrenica no tiene, sin embargo, comparación con las que ha vivido el país invadido por Rusia. En Bosnia murieron en tres días más de 8.000 personas. En Ucrania, en más de tres años de invasión, han muerto cerca de 13.500 civiles. Las peores matanzas de civiles perpetradas por el ejército ruso, como la de Bucha, acabaron con la vida de más 400, según el Gobierno ucranio.
La imagen icónica que ha trascendido de la matanza de Srebrenica —declarada como genocidio por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY)— es el cuadro de una anciana con los ojos cerrados de dolor. Lo pintó Safet Zec, uno de los artistas bosnios más reputados, tras ver la foto que le hizo el famoso fotógrafo bosnio Almin Zrno a la anciana Suhra Malic durante el entierro de uno de sus dos hijos muertos.
Malic, de 90 años, vive ahora en una residencia en Srebrenica abierta en 2023 para acoger a víctimas ancianas del genocidio, financiada por el Fondo Internacional de Solidaridad. Malic presume de ser la primera mujer bosnia que volvió a su casa después del genocidio. Muchos hogares habían sido ocupados por serbios. El de ella, también. Regresó en 2001, seis años después de la guerra.
“Llegamos mi marido y yo y nos encontramos a unos serbios que decían que ellos habían luchado por esa tierra y por esa casa. Nos quedamos a dormir cuatro días al raso, a las puertas de la que fue mi casa. Alguien, de un organismo internacional me vio y al final, con su ayuda, conseguimos recuperarla”.
Es una semana de reencuentros en Srebrenica. Suada Selimovic, de 56 años, es hija de Malic y vive en Suecia. “Yo tenía un bebé de 40 días cuando huía a través del bosque”, relata. “Escribí un diario durante la guerra. Y nunca lo leí”.
—¿Por qué?
—Para no revivirlo todo.
Selimovic confiesa que se marchó a Suecia porque no quería que sus hijos crecieran en la tierra donde tanto sufrió. Y dice que el diario se lo dará a sus nietos.
La gente llega con pasteles a la habitación de Suhra Malic, se abrazan, ríen y lloran. Tahira Osmanovic, de 67 años, que vive desde 2001 en Colorado, Estados Unidos, llega con su hija Sahza, de 32 años. Y nada más mencionar al hijo de 16 años que perdió aquel julio de hace 30 años, se le empañan los ojos. “También perdí a mi hermano. Y aún no hemos encontrado sus restos”. Dice que el mundo no ha aprendido nada de esa matanza.
El miércoles, dos días antes del aniversario, llueve sobre el cementerio de Srebrenica. Apenas se atisba la figura solitaria de Mirzeta Karic, de 50 años, rezando entre las tumbas. “Aquí hay unos 50 miembros de mi familia enterrados”, comenta. “Pero al que más echo de menos es a mi padre. Yo salí en un autobús humanitario y mi padre, también. Tenía 48 años. Pero los serbios lo bajaron. Mi padre nunca había cogido un fusil, nunca odió a nadie, nunca discutió con nadie en el pueblo. Y ahora, después de 30 años, lo voy a enterrar con solo un hueso”.
Karic también vive en Suecia, donde ha criado a dos hijos que ahora tienen 27 y 28 años. Explica que el cadáver de su hermano, muerto con 22 años, lo encontraron nada más terminar la guerra. Pero del padre solo hallaron la mandíbula en 2022. “He esperado a ver si aparecía algo más. Pero mi madre está ya muy vieja y lo vamos a enterrar ahora”. Karic se golpea el corazón y dice que le gustaría llorar, pero no puede. Sostiene que los vecinos serbios eran todos muy buenos… hasta que dejaron de serlo. “Si estallara una guerra ahora mismo, yo sería la primera en apuntarme”.
En el cementerio se encuentra David de Galli, un profesor de música, de 43 años, afincado en Milán, que contrató un guía para venir desde Sarajevo. “No hemos aprendido nada de esta tragedia”, sostiene. “En Italia hay mucho nacionalismo de extrema derecha y vivimos como si estas cosas no fuesen a ocurrir nunca. Pero esto sucedió en Europa. Sarajevo está a solo 55 minutos de vuelo desde Milán”, alerta.
Los acuerdos de Dayton (Ohio, Estados Unidos), en 1995, terminaron con la guerra. Hoy en día, Bosnia-Herzegovina consta de dos entidades: una Federación —que abarca la zona de mayoría bosniaca y croata— y la Republika Srpska, de mayoría serbia, donde se encuentra Srebrenica. El país, de apenas 3,5 millones de habitantes, cuenta también con tres presidentes: bosnio, croata y serbio.
Almasa Salihovic, la portavoz del Memorial de Srebrenica, logró escapar junto a su madre, sin que el soldado que amenazaba con el puñal les hiciese nada. “El chófer del autobús, también serbio, lo convenció para que nos dejase en paz”. Pero su hermano, de 18 años, fue asesinado. Los restos los encontraron en 2008. Y ahora, los hijos de serbios y bosnios en Srebrenica van juntos al colegio.
“Convivimos, es cierto, trabajamos juntos en las instituciones. Pero estamos muy lejos de la reconciliación real. A los niños no se les enseña Historia en el cole. Pero ya nos encargamos nosotros de enseñársela en casa”, dice Salihovic.