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JABALÍ RADIO > Blog > Noticias > Casi sin comida, sin luz, ni agua corriente: el inconcebible día a día de una familia numerosa en Gaza | Internacional
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Casi sin comida, sin luz, ni agua corriente: el inconcebible día a día de una familia numerosa en Gaza | Internacional

Última actualización: julio 6, 2025 10:06 am
JABALÍ RADIO
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Husam Ghanem cuenta despacio por teléfono el inconcebible día a día de una familia numerosa y normal en Ciudad de Gaza, donde nada es normal. Cocinan en el balcón, porque no hay luz ni gas y lo hacen con la leña que compran en las calles. Como no hay energía, para cargar los móviles van a un puesto callejero que dispone de un generador y que les cobra 11 euros por kilovatio. Todo es raro, caro, precario y provisional: hace unas semanas, por falta de medicamentos, falleció el padre de Suhaila, la esposa de Husam. Los cementerios están llenos porque desde que empezó la ofensiva israelí han muerto en la Franja 57.000 personas, según las autoridades palestinas. Así que Husam metió a su suegro en la tumba de otro, siguiendo las indicaciones apresuradas de unos improvisados enterradores que se ganan un dinero señalando tumbas de cadáveres que nadie visita y que pueden ser reutilizadas con otro cuerpo sin mucho daño.

Los Ghanem son ocho: el matrimonio, los cinco hijos y la abuela, la madre de Husam. Los dos pequeños, Mohamed y Yousseff, tienen 14 y 12 años. Desde octubre de 2023, fecha en que empezó la guerra, no van al colegio, como los más de 600.000 niños gazatíes.

Estos días, los dos hermanos solo bajan a la calle cuando pasa el camión que abastece de agua a la zona. Bajan con los cubos y los baldes, los llenan, suben a casa. Eso es todo. Pasan el día —todos los días— mirando el móvil: como el hermano mayor de la familia, Gazhy, de 24 años, que como trabajó durante algún tiempo en una empresa de telecomunicaciones, en su vivienda disponen de varias horas al día de internet. No siempre. No a las mismas horas. A veces no con mucha intensidad. Pero con eso vale.

La casa, un tercer piso en el centro de Ciudad de Gaza, no muy lejos de la playa, permanece milagrosamente intacta. Pero las ventanas no tienen cristales, que estallaron hace mucho tiempo: las cubren con unas lonas impermeables de la UNRWA, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos. “Por lo menos estamos en nuestra casa”, señala Husam, consciente de que, a pesar de todo, sabe que es un privilegiado en una ciudad arrasada donde hay miles de familias malviviendo en tiendas de campaña instaladas en cualquier parte. Ellos también vivieron en una tienda de campaña. Cuando empezó la guerra, por miedo a los bombardeos, como tantos cientos de miles de familias, emigraron con lo puesto hacia el sur en un éxodo que jamás van a olvidar. Vagabundearon durante meses de acá para allá y al final, acabaron en la playa de Al Ballah, en el centro de la Franja, desde donde Husam contó esa experiencia para el periódico.

Allí aguantaron casi un año, hasta el alto el fuego de enero de 2025. Como el resto de miles de familias, emprendieron entonces el éxodo de vuelta hacia el norte en otro viaje que tampoco van a olvidar. Encontraron la casa sin cristales, saqueada por ladrones, destrozada, pero en pie. Cuestión de suerte. De la bomba que cae en el edificio de al lado y no aquí. Otros no la tuvieron y hallaron su hogar convertido en un montón de cascotes. Algunos de ellos regresaron a la playa y a la tienda de campaña.

Edificio de la familia de Husam, en Ciudad de Gaza.

Husam no sale nunca de noche por miedo a que le asalten y no deja que sus hijos mayores lo hagan. Hay bandas organizadas que se hacen con la ayuda humanitaria entregada en los puestos de reparto y que luego revenden haciéndose de oro. Pero los ladrones que acechan de noche en Ciudad de Gaza no están organizados y obedecen simplemente a la desesperación y al hambre. “Hay menos policía, y eso favorece que cualquiera te puede robar el móvil, con un cuchillo, o el poco dinero que tengas, y a veces hasta te puede asesinar por eso. Todos andamos como locos buscando algo que comer”, cuenta Husam. Confiesa que la mayor parte de su tiempo lo emplea en eso, en buscar comida, en regatear el precio en los puestos callejeros, en cocinarla en el balcón de la casa.

Gasta en ello lo que le queda de sus ahorros de empresario, con un negocio de importación de ropa que ya no existe. No va a los puntos de reparto de alimentos porque tiene miedo de acabar en una cuneta, muerto de un disparo de un soldado israelí. Según Naciones Unidas, en un mes han fallecido más de 600 personas en estos puntos de reparto de ayuda humanitaria.

Tampoco deja que sus hijos mayores vayan. “Amigos suyos han ido, y van, como decimos nosotros, con el alma en la mano, porque saben que pueden morir de un balazo o en una avalancha”. Y añade: “Los que van no tienen dinero para comprar comida y por eso se exponen. A veces disparan contra ellos. Luego, los afortunados que han conseguido cajas de ayuda la venden en los mercados a precios astronómicos. Durante el camino de regreso desde el punto de reparto a su casa, hay grupos que asaltan a muchos de ellos, y a veces incluso los matan”.

Cuenta que él ha llegado a ver a un hombre revender botes de leche de bebé conseguidos a la fuerza en un punto de reparto. Los revendía a una farmacia a más de 30 dólares por bote. “¿Te imaginas? ¡30 dólares por bote! ¡Imagina que tienes un niño pequeño y que lo necesitas y no tienes ese dinero!”.

Ellos estiran como pueden los ahorros y comen lo que encuentran en los puestos de la calle: una lata de judías, un poco de queso y pan, hojas de parra rellenas de arroz… Un kilo de harina cuesta 10 euros. Un kilo de tomates, ocho. Hay otro problema: la escasez de dinero en efectivo. La falta de electricidad hace que los pagos por tarjeta sean imposibles. Los puestos callejeros solo aceptan monedas o billetes y estos escasean. Por eso, Husam, se ve obligado a acudir a cambistas o prestamistas que le cobran un 50% por transformar su dinero ahorrado en billetes. “Yo les transfiero de mi cuenta a la suya, por ejemplo, 200 euros y ellos me dan 100 euros en billetes”. Tampoco hay medicinas, ni atención médica. El hijo pequeño Yousseff sufre cada noche episodios de asma, causado según el padre por el humo y el polvo respirado en estos casi 20 meses de guerra y huidas.

Husam envía vídeos que ha recibido de sus amigos o de sus hijos que muestran bombardeos de escuelas, de cafeterías, de hospitales o de edificios. Tiroteos en los puntos de reparto. Su hija Hala se enteró hace pocas semanas que una de sus mejores amigas había muerto por un bombardeo israelí. El pequeño Yousseff también supo cuando vivían en la playa de Al Ballah que uno de sus profesores había perdido la vida en otro bombardeo. La muerte se ha vuelto algo demasiado cercano para todos.

Husam ve a sus hijos enflaquecer —todos están muy delgados— día a día y ha soportado que los más pequeños lloren de hambre algunas mañanas. La familia ha visto transformarse el entorno que les rodea hasta hacerse algo irreconocible: “Este no es nuestro país, no es nuestro barrio, no es nuestra patria. Antes, nuestro pueblo era solidario, nos ayudábamos unos a otros, pero ahora, desde que empezó la hambruna, cada día que pasa cada uno se preocupa más por lo suyo, por dar de comer a sus hijos. Por eso este país empieza a no ser el nuestro. Incluso la vida con los vecinos ha cambiado: ya no es como antes. Nos ayudamos, pero no es como antes. Cada uno mira primero por uno mismo y por hacer que sobrevivan los suyos”.

La familia de Husam, unida como una piña, fuerte a pesar de todo, trata de conjurar la desgracia de la guerra desatada por Israel y mirar hacia el futuro, esté donde esté. Un ejemplo. Hala, la hija, de 18 años, ha cursado primero de Ingeniería Informática en la universidad de Palestina. Lo ha hecho a distancia, sola, sin ver a profesores o a compañeros en persona, en esa casa sin cristales, sin agua corriente y con muy poca comida, aprovechando los ratos en los que el móvil funcionaba y accedía a internet.

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