Apenas un mes antes de su arrolladora victoria electoral, hace ahora casi un año, un votante laborista que participaba en un encuentro con Keir Starmer le confesó que lo veía como a un robot político, incapaz de expresar emociones. Al candidato, por unos segundos, se le cruzaron los cables y soltó una sonrisa nerviosa, antes de dar una respuesta elaborada. Más de cien diputados de la izquierda británica han anunciado su intención de rebelarse la semana que viene contra los recortes sociales propuestos por el actual Gobierno, en la demostración más rotunda hasta la fecha de que el primer ministro británico no genera entusiasmo ni entre los suyos.
Aunque muchos de ellos son capaces de apreciar las buenas intenciones detrás de una reforma que pretende rescatar de su declive al actual estado del bienestar del Reino Unido, no entienden la falta de sensibilidad y de mano izquierda con unos votantes desesperados de algunas de las medidas propuestas. Si Starmer no logra sofocar la rebelión se enfrentará a su mayor crisis interna desde que puso un pie en Downing Street.
“Creo que hay elementos en estas propuestas del Gobierno de reforma del estado del bienestar que son genuinamente buenos y progresistas”, ha resumido el diputado laborista Josh Fenton-Glynn, que forma parte de los rebeldes, el sentir general de este grupo. “Pero los cambios propuestos supondrían en estos momentos que alguien incapaz de ponerse sus propios pantalones, o que necesita ayuda para ducharse o no puede ir al cuarto de baño sin supervisión sea considerado apto para trabajar. Esto no es ‘el cambio necesario”, remata Fenton-Glynn, al referirse a la promesa de cambio que impulsó al Partido Laborista a la victoria.
Ayudas a la discapacidad
Starmer y su ministra de Economía, Rachel Reeves, se han empeñado en impulsar una reforma drástica del sistema británico de ayudas sociales, con una precisión que a veces tiene más de leñador que de cirujano, para resucitar una economía en estado de letargo. En el llamado spring statement, la previsión de gasto presupuestario presentada por Reeves a mediados de marzo, se pusieron sobre la mesa una serie de recortes en las ayudas a las bajas laborales, la discapacidad y los beneficios sociales, con la pretensión de incorporar a más personas al mercado laboral.
Según los cálculos presentados por el propio Gobierno, desde el final de la pandemia se ha incrementado de modo notable el número de personas que han abandonado su trabajo y reciben ayudas. Una de cada diez personas en edad laboral recibe hoy una paga de discapacidad. En total, cerca de 800.000. Y la cifra de los que reciben el llamado Pago de Independencia Personal (PIP, en sus siglas en inglés), la prestación para los que sufren de una discapacidad física o mental de largo plazo, va a aumentar de los 2 millones a los 4,3 millones al final de esta década, según los cálculos oficiales.
Al endurecer las condiciones necesarias para recibir la PIP o las ayudas por baja laboral, el Gobierno persigue el doble objetivo de ahorrar casi 6.000 millones de euros, aumentar a la vez los ingresos fiscales con el pretendido regreso al mercado laboral de cientos de miles de trabajadores y, finalmente, destinar los recursos a la ayuda de los más vulnerables.
Pero paradójicamente, en la exposición razonada del Gobierno de Starmer se admite que las medidas propuestas traerán dolor antes de mostrarse eficaces: cerca de 250.000 personas, incluidos 50.000 niños, serán empujados al umbral de la pobreza en los próximos cinco años.
Rebelión en estado nervioso
La diputada laborista Meg Hillier, presidenta de la Comisión parlamentaria del Tesoro, presentó una “enmienda razonada” a la ley del Gobierno en la que se reclama una pausa, un retraso en la tramitación legislativa, para realizar una evaluación adecuada de los recortes propuestos, que pueden afectar a casi cuatro millones de británicos.
Más de un centenar de diputados (las cifras aún bailan, entre la indecisión y el secretismo; algunos señalan que llegan a los 130) se han sumado desesperadamente a la moción de Hillier. Suponen más de un 25% de los 403 escaños del Partido Laborista en la Cámara de los Comunes.
Aunque la oposición conservadora respalda las reformas, ha olido la sangre y ha impuesto al Gobierno unas condiciones imposibles de asumir, que suponen un endurecimiento aún mayor de las recortes, a cambio de no respaldar con su voto a los rebeldes.
Las recientes elecciones municipales de mayo, en las que salieron derrotados igual de estrepitosamente laboristas y conservadores, demostraron con claridad el descontento del electorado con la política social de Starmer. Ya llovía sobre mojado, después de que una de las primeras decisiones presupuestarias del Gobierno fuera eliminar las populares ayudas a los pensionistas para pagar los recibos del gas y la electricidad en invierno. Downing Street ya ha anunciado que revertirá esa decisión. Los diputados rebeldes confían en que haga lo mismo respecto a los recortes sociales anunciados.
“Creo que el Gobierno necesita darle una vuelta a esto. Son propuestas muy precipitadas. Castigan financieramente a los discapacitados y suponen un riesgo de expulsar aún a más gente del mercado laboral”, ha señalado Anneliese Midgley, otra diputada laborista sumada a la rebelión.
Starmer ha restado importancia a todas estas maniobras, que ha definido como “ruido de fondo”, y asegura que seguirá adelante con los cambios propuestos. “¿Es duro llevar todo esto a cabo? ¿Hay mucho ruido de fondo? Claro, siempre lo ha habido y siempre lo habrá, pero lo importante es centrarse en los cambios que hemos prometido”, aseguraba el primer ministro desde La Haya, donde participaba este miércoles en la cumbre de la OTAN.
Pero a la vez, el primer ministro, su responsable de Economía, Reeves, y muchos ministros del Gobierno están pegados al teléfono en las últimas horas para intentar poner freno a una rebelión que provocaría un daño grave a la popularidad de Starmer. Hasta el punto, sugieren algunos, de derivar en una cuestión de confianza.