Una frase, “Rompe las reglas e irás a prisión, rompe las reglas de la prisión e irás a Alcatraz”, da la bienvenida sobre una gran fotografía en blanco y negro a los centenares de turistas que visitan cada día la cárcel más famosa del mundo. La llaman La Roca, porque se yergue en un islote de nueve hectáreas, a poco más de dos kilómetros de la ciudad San Francisco. El mensaje disuasorio ha adquirido un nuevo sentido desde que el pasado domingo el presidente estadounidense Donald Trump se hiciera eco en su red social de esa legendaria mano dura de Alcatraz con el anuncio de que había dado orden de “reconstruir y reabrir” el centro penitenciario “sustancialmente ampliado, para albergar a los delincuentes más despiadados y violentos de Estados Unidos”. Al día siguiente repitió la ocurrencia y volvió a vincular inmigración y delincuencia.
Son poco más de las 10.00 y, como casi cada día, la niebla cubre el puente Golden Gate y parte de la Bahía de San Francisco. Un barco de la compañía Alcatraz City Cruises zarpa repleto de turistas del muelle con dirección a la antigua penitenciaría. La experiencia cuesta 48 dólares (42 euros) y dura unas tres horas. Casi un millón y medio de personas llegadas de todo el mundo pasan por ella cada año.
El barco llega al islote unos 15 minutos después y atraca frente al bloque de apartamentos en los que en su día vivieron los trabajadores de la prisión y sus familias. En la fachada, una gran pintada recuerda que este inhóspito lugar fue un día Indianland (Tierra de indios). La isla de Alcatraz sirvió primero de cuartel (1853-1907), luego de prisión militar (entre 1907-1930) y, finalmente, de penitenciaría civil (1934-1963). La cerraron porque costaba demasiado mantenerla.
Además de un recuerdo de otros tiempos, también es un símbolo de la lucha por los derechos de los nativos americanos. Ocuparon la isla en tres ocasiones. La última, en 1969, cuando la controlaron durante 19 meses. Una pequeña guía, a la venta por un dólar, recuerda que aquellos okupas trataron de comprar la isla al Gobierno por 24 dólares y otros productos. Un vistazo al grupo de turistas que acaba de desembarcar confirma que el Gobierno federal prefirió darle otro destino, el del fenomenal negocio de la memoria. Un destino que ahora Trump busca cambiar.
El itinerario simula la entrada de un preso en la cárcel. Durante unas horas el visitante siente que es un recluso listo para pudrirse entre esas paredes. Se entra por la sala de las duchas, pero el turista recibe una audioguía en lugar de una pastilla de jabón.
Terry Woolsey, ingeniero retirado de 79 años, llegado de Kansas, se protege del sol con una gorra azul que le delata como veterano de Vietnam. “Trump es un jugador de póker”, considera. “Lanza sus cartas para ver quién juega y si, de paso, se compromete por el camino. Por mi profesión sé que sería misión imposible volver a poner a funcionar esta prisión. Además, saldría muy caro. La comida y el agua solo pueden venir de un lugar: tierra firme”. El tipo se define como conservador y considera, como Trump, que hay demasiados criminales peligrosos por las calles de Estados Unidos y que es necesario ampliar el número de prisiones. También dice que su esposa, Anne, de 79 años, es “socialista”. Ella interviene para afirmar que no está de acuerdo con las políticas del Gobierno, “especialmente cuando acusan a los refugiados de delincuentes”.
El ingeniero Woolsey tiene razón: para volver a poner la prisión de Alcatraz al servicio de la justicia penal sería necesaria una reconstrucción casi completa. Algunos edificios están en ruinas, sin techos y con paredes apuntaladas para evitar su derrumbe. Muchas zonas están cerradas por seguridad; parte de sus muros se han venido abajo. En la rampa que da acceso a la morgue y al depósito de agua, una cinta roja avisa de un reciente desprendimiento. En el pabellón principal, muchos mecanismos de las puertas no funcionan y el óxido cubre las tuberías de lo que algún día fue el sistema de calefacción. Sus estrechas celdas, de 2,7 por 1,5 metros, lucen en un estado lamentable. Muchos lavabos y retretes están hechos añicos, los desagües, sellados, y las paredes, desconchadas.
En otra demostración de su conflictiva relación con la verdad, Trump dijo el pasado lunes que nadie consiguió escapar de la prisión. Lo cierto es que en los 29 años en los que estuvo en funcionamiento, hubo 11 intentos de fuga, y al menos en cinco de ellos fueron exitosos. La proeza más conocida es la que protagonizaron Frank Morris y los hermanos Anglin. Consiguieron escapar en 1962 con un minucioso plan para el que diseñaron cabezas con papel y pelo real para engañar a los guardias, y que pensaran que dormían. Además, utilizaron cucharas para cavar en la pared. La hazaña sirvió de materia prima para Fuga de Alcatraz (1972), todo un clásico carcelario con Clint Eastwood.
La isla ha sido escenario de muchas otras películas, lo que ha contribuido a su enorme popularidad. El gobernador de California y líder demócrata Gavin Newsom echó mano del cine el pasado martes en Sacramento para responder a Trump. Habló de La Roca (1996), protagonizada por Sean Connery y Nicolas Cage. “Tal vez el presidente estaba viéndola y de ahí le vino la inspiración. En la vida real no tiene ningún sentido esta propuesta”, sentenció Newsom, que añadió con cierto deje poético que “el plan de Trump tiene la misma sustancia que la niebla que entra por la bahía y sobrevuela Alcatraz todos los días”. El alcalde de San Francisco, Daniel Lurie, está de acuerdo en que “no se trata de una propuesta seria”.
Desde una de las esquinas del pabellón de celdas se sale al patio, el único lugar en el que los presos podían disfrutar del aire libre. El suelo está tapizado por excrementos de pájaros y la hierba brota entre las grietas del hormigón. Esta isla tiene también un alto valor ecológico por ser una importante reserva de aves. Al otro lado, tras una puerta oxidada, miles de cormoranes observan apostados en sus nidos a los turistas. Por encima de la prisión vuelan gaviotas occidentales, y el Servicio de Parques Nacionales, responsable de la gestión de Alcatraz, ha detectado en la isla otras especies como la garza nocturna y el arao colombino.
Al fondo, se adivina la silueta de la ciudad de San Francisco. “Pienso que es más una demostración de fuerza que una idea realizable”, dice Pauline Catazzo, francesa de 30 años, tras tomarse una fotografía con el Golden Gate de fondo. “Es una paradoja que quiera recaudar dinero con los aranceles para bajar los impuestos y haga este tipo de cosas”.
Sobre la reja que separa la cocina hay un panel donde aún está escrito el último servicio de comida, el desayuno del 21 de marzo de 1963. Cereales, huevos revueltos, leche, café y tostada. Junto a este cartel, el profesor Miguel Astorga, californiano de 32 años, no quita ojo de los alumnos a los que se ha llevado esta mañana de mayo de excursión. “San Francisco es una ciudad con un pasado muy interesante y esta prisión es parte de él. Enseño historia, y a mis estudiantes no les interesa tanto. Aquí pueden tocar una parte importante del pasado reciente de su país”, explica. Sobre los planes de Trump, añade:“Creo que quiere golpear a esta zona de California porque es mayoritariamente demócrata, y utiliza este anuncio, una vez más, para meter miedo, como ya hizo con las deportaciones de inmigrantes a El Salvador”.
Tras recorrer la sala de encuentros, ver las fotos de los presos más conocidos, de Al Capone a Robert Stroud, alias Birdman (hombre pájaro), las oficinas y el faro, la visita a Alcatraz termina donde arrancó: en el muelle. Los pasajeros cogen el mismo barco en el que llegaron, el Alcatraz Clipper. La pequeña tripulación, así como los empleados de Parques Nacionales que gestionan este islote, serán los primeros afectados por los planes de Trump si este logra llevarlos a cabo.
Alcatraz es un buen negocio: recauda 60 millones de dólares anuales entre billetes de ferry, excursiones y ventas en la tienda de recuerdos. Tanto la empresa concesionaria, que tiene el monopolio de transporte de viajeros a la isla, como el servicio de Parques Nacionales, mantienen su silencio sobre la propuesta de reconversión de la cárcel. Tampoco respondieron esta semana a las preguntas de este diario.
Cuando el último de los turistas ha abordado el Alcatraz Clipper, el barco zarpa. Nadie quiere quedarse atrás. Los visitantes, reos por unas horas, se van con la sensación de haber escapado de la cárcel de máxima seguridad más famosa del mundo. Tal vez su experiencia tenga los días contados. Si los planes de Trump prosperan, quienes lleguen a Alcatraz lo harán para una visita mucho más larga.